El umbral del reino
Alguna vez, después de dejar el coche aparcado, es interesante no subir en el ascensor ni salir por la puerta grande, a la que se accede por la rampa de automóviles y que se abre doblándose hacia arriba con majestuosa lentitud, como las astronaves en 2001: una odisea del espacio, sino por la puerta de la escalera, la puerta estrecha a la que se accede jadeante, después de subir varios tramos de escalones; entonces se ve la puerta estrecha, por cuyas ranuras se cuela resplandeciente la luz del sol, provocando una ansiedad de alcanzarla y salir de una vez y cuanto antes de la geométrica caverna, de esos sótanos y subsótanos grises, oscuros y sombríos donde se respira mal y donde descansan los demonios metálicos con motor de explosión. Y todavía en el momento de asir la manija se presenta un pensamiento angustioso: ¿y si la puerta no se abre? Simultáneamente acuden a la conciencia aquella tremenda secuencia de El tercer hombre donde Orson Welles, en el papel del malvado pero carismático Harry Lime, después de una fuga por las alcantarillas de Viena, acosado por las policías de cuatro países, ve una salida, agarra con dedos como garfios el registro para levantarlo y salir a la luz y a la vida... pero recibe desde abajo un balazo, las fuerzas le fallan, los dedos sueltan la presa, y Harry vuelve a caer al submundo sombrío, al fondo del infinito, allí donde se acumulan todos los desperdicios.
A propósito de Welles, y dicho sea de paso, no me parece casual que el novelista H. G. Wells bautizase precisamente como Wallace, Lionel Wallace, al protagonista de su famoso relato La puerta en el muro, una puerta que ese álter ego evidente de Wells, Wallace cruzó en memorable ocasión, siendo niño, y descubrió detrás un jardín encantado, un reino maravilloso, lleno de seres extraordinarios, pero tuvo que volverse en seguida porque mamá le esperaba para merendar, y ya no podría volver a encontrar la puerta ni menos a cruzarla, a pesar de que en años sucesivos y en sitios insospechados más de una vez le saldría al paso de su automóvil, ofreciéndose quizá por última vez, a ser traspasada, pero a Wallace siempre le va mal, ahora no puede, anda con prisa...
Esas puertas de tránsito a otra vida las necesitan tanto como nosotros los vivos, los muertos y los inmortales, según creían en la antigüedad; por lo menos en la Odisea vemos a Ulises cavando un hoyo, ni siquiera muy profundo, un hoyo de un codo por lado, que riega con sangre de res sacrificada, miel y harina y otras cosas valiosas, luego pronuncia unas palabras y enseguida surgen del hoyo los espíritus de los muertos, algunos de ellos guerreros de Troya con la coraza aún ensangrentada, y le dan conversación, una conversación melancólica, como es de prever. Los dioses aún necesitan menos para allegarse: en los palacios del antiguo Egipto los aristócratas hacían pintar alguna puerta en el muro, y por allí transitaban las potencias, para las que -creo recordarlo, pero no estoy seguro- se reservaba también alguna habitación ciega, una sala impenetrable salvo a través de la puerta pintada, y desde el otro lado del muro se les oía murmurar y toser, como nosotros al vecino.
Yo frecuento de buen grado la puerta deslizante de Llegadas Internacionales en el aeropuerto de El Prat, concretamente la del Módulo A, que incesantemente se cierra y se abre, dando paso a los pasajeros recién desembarcados, empujando sus carritos o tirando de sus maletas, viajeros con cara de ligero asombro o desconcierto, lógico por otra parte. Por ahí llegan también vuelos de Mallorca, y los pasajeros cargan grandes cajas de ensaimadas, para repartir entre la familia. A propósito de estas puertas, el artista británico Mark Wallinger, cuyas obras ya tuve el gusto de recomendar a nuestros lectores hace dos años, con motivo de su exposición No man's land (Tierra de nadie) en Whitechapel, tiene un vídeo espléndido, titulado Threshold to the kingdom (Umbral del reino), en el que varios viajeros filmados a cámara lenta y con el Miserere de Allegri como fondo musical, salen por la puerta corrediza de Llegadas Internacionales del aeropuerto de Heathrow -que es igual que la de El Prat, todas son iguales, todos los umbrales de los reinos, también sus carreteras y gasolineras y garajes-. En la expresión de encantado asombro de esos viajeros, en sus pasos lentos y elegantes como si avanzasen por una atmósfera de una densidad especial o carente de gravedad, se refleja la beatitud que se les supone a las almas cuando cruzan el umbral del reino, la puerta en el muro, y empiezan a ver las cosas maravillosas, los arquetipos y esplendores, el rostro verdadero. Algunas veces, esperando a que llegase alguien para conducirle a Barcelona, esperando ante esa puerta bajo la uniforme luz de neón, entre chóferes pacientes que sostienen apoyado contra el pecho el cartel con el nombre de una empresa o de una persona -nombres modestamente enigmáticos y sugestivos: señor Martínez Crespo, Electrolux Unidades Herméticas- y que de vez en cuando, si uno de esos viajeros que acaban de cruzar la puerta mira alrededor como buscando algo, agitan los carteles y los adelantan hacia él, ofreciéndole que elija entre estas personalidades... En esas ocasiones, decía, al son del muzak de aeropuerto, espío la señal que vio Wallinger en los rostros de los que cruzaban el umbral, y aunque no desisto, aunque miro... francamente: no la veo.
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