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Columna
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No era un tebeo

Por mi casa rodaba un tebeo lleno de arrugas y pringado de la mantequilla de la merienda en que los Cuatro Fantásticos se enfrentaban a un malvado de pedigrí cuyos poderes parecían carecer de márgenes. Este enemigo de la raza humana abría el asfalto de Nueva York con sólo una orden del dedo índice o conseguía que unas vigas se transformasen en culebras sin necesidad de despeinarse. A pocas páginas del final, el lector descubría tal vez con un resquemor de decepción que las hazañas no eran reales y que esas demostraciones de fuerza se debían tan sólo a la hipnosis: la capacidad de sugestión del villano vencía en desafuero a la de un vendedor de teletienda y había logrado convencer a una ciudad entera de que la materia podía obedecerle sin resistencia cuando en realidad lo único que le obedecía era la credulidad de los demás. Entre los desmanes de dicho desalmado se contaba la desaparición fraudulenta del Empire State; por unas horas, la potencia de su magnetismo había logrado vaciar una manzana completa de la isla de Manhattan y dejar a sus inquilinos en medio de un solar.

En ese Uri Geller supervitaminado recaló mi memoria cuando me enteré de que en otro solar de otra isla distinta acababa de esfumarse por arte de magia una cubierta de metal de cien toneladas de peso. La magnitud del robo no toleraba más que explicaciones sobrenaturales: la cubierta del estadio de La Cartuja que había techado los partidos de la Copa Davis en 2004 acumulaba polvo y óxido en un descampado hasta que una buena mañana se volvió aire, sin que el vigilante se explicara cómo. La maniobra de sustracción, dado el volumen de las planchas y los cilindros, habría precisado de camiones y grúas que nadie había visto: la hipnosis, pues, parecía la solución más plausible. Se trataba de una situación con la que se habrían relamido Chesterton o Gaston Leroux y de la que habrían extraído, sin duda, una jugosa novela de misterio.

Pero el misterio y su encantador aroma a lecturas juveniles no tardaron en convertirse en la comedia de los errores. No existía enigma posible, hipnosis ni robo: el caso es que un club privado que tenía arrendada la parcela había confundido la cúpula con un alud de chatarra y se la había vendido a un quincallero. A estas horas, los especialistas en metalurgia de la policía todavía deben de andar buscando pedazos de un armazón que costó a los contribuyentes un millón de euros por las chabolas de Torreblanca y los desguaces. Lástima que hayamos que tenido que llegar a este argumento no de los Cuatro Fantásticos, sino de Mortadelo y Filemón, para que el alcalde monte en cólera y decida sanear un par de concejalías con destituciones fulminantes. No parece haberse dado cuenta de que los escombros menudean en muchos puntos de la capital ni de que resulta más fácil de la cuenta que cualquier inocente confunda con un montón de basura algún tesoro del patrimonio que en su día desangró las arcas del municipio o la Administración central. Ya sabemos de sobra que ese huevo mastodóntico de metal que envuelve la efigie de Cristóbal Colón en la zona trasera de La Cartuja ha surtido de material de fontanería a todo desalmado que disponía de un cortafrío, y ello sin suscitar excesivas protestas de ninguna autoridad. El caso no es único. Al pasear por las ruinas de la Expo o por el Estadio Olímpico uno no puede evitar, mal que le pese, coincidir con ciertos cerebros del PP y pensar que esos edificios y el espacio que los rodea están alejados de la mano de Dios, que nunca se ha caracterizado por su celo para según qué cosas. La madera se pudre, el hierro cría postillas y a las ventanas las vence la caries en medio de un ambiente que recuerda al día posterior a un holocausto nuclear.

Lo primero en que pensé al enterarme de la evaporación de la dichosa cubierta es en que iba a ser el principio de un proceso irrefrenable, que los objetos a los que nadie hace caso habían terminado por desertar de la realidad y que pronto las farolas de la Expo y los viejos pabellones cansados de la mugre irían a hacerle compañía al otro lado de la nada. Berkeley decía que una isla en que nadie desembarca no existe: señor alcalde, haga usted un crucero de vez en cuando.

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