Interludio en Malasaña
La religión, católica por supuesto, apadrina y patrocina la mayor parte de las fiestas del calendario laboral; vírgenes y santos, mártires y cristos acaparan los espacios festivos y señalan con sus estigmas los ciclos vacacionales, la impronta del nacional-catolicismo, de aquella indigna y santa alianza entre la Iglesia y el Estado del 18 de julio, multiplicó procesiones piadosas y romerías subvencionadas y abolió cualquier tipo de fiesta civil que no exaltara manifiestamente los valores patrióticos, encarnados siempre en fecundos derramamientos de sangre.
Héroes y mártires, transfusores del plasma, transmisores del Ácido Desoxirribonucleico, ADN ibérico, forjador de soleados imperios y de colosales catástrofes.
En el feliz 30º cumpleaños de la movida, los vecinos siguen sin recuperar sus fiestas
Entre las fiestas civiles que sobrevivieron por su ejemplaridad patriótica al expolio del antiguo régimen está la del Dos de Mayo, conmemoración de la gloriosa escabechina del año de gracia de 1808, el recordatorio de los esforzados y suicidas patriotas madrileños que plantaron cara a navajazos a los mamelucos de Joachim Murat, duque de Berg, matarifes de élite del ejército napoleónico, para derrocar a un rey ilustrado, y extranjero como todos los reyes, y poner en su lugar a un aborigen indeseable y felón.
La fiesta del Dos de Mayo celebra, como tantas otras en la geografía española, una gran derrota popular, de esas que según sus mantenedores imprimieron carácter a las poblaciones hispanas.
La fiesta del Dos de Mayo es laica y patriótica, aunque, desde una óptica descomprometida, se intuye cierto tufillo antieuropeo; al fin y al cabo, se trató de una confrontación armada con nuestros vecinos de arriba que se habían metido en nuestra casa como invasores y okupas.
Recordamos los vecinos de un barrio que entonces aún no se llamaba Malasaña que hubo un tiempo, felizmente superado, en el que la fiesta estuvo militarizada, soldados de artillería con casco y bayoneta relucientes tomaban las cuatro esquinas de la plaza del Dos de Mayo, a los pies de la estatua de los artilleros Luis Daoíz y Pedro Velarde y a la sombra del Arco de Monteleón, humilde pórtico de ladrillo que es lo único que queda del cuartel heroico. Adornada con obuses de pega recién pintados, la plaza mayor del barrio acogía también un altar en el que se celebraban misas de campaña, la Iglesia había tomado ya vela en el funeral festivo, las fiestas del Dos de Mayo pasaron a llamarse "de la Cruz y 2 de mayo", santificadas y homologadas.
Pero ni las bendiciones apostólicas lograron salvarlas cuando el alcalde franquista Carlos Arias Navarro, un auténtico aguafiestas, decidió prohibirlas aduciendo que entorpecían el tráfico rodado; en realidad, no era sino una medida más de la campaña destinada a borrar del mapa a barrio tan céntrico, histórico y conflictivo, el plan Malasaña, que no llegó a llevarse a cabo porque la democracia interrumpió la sucia maniobra especulativa.
La recuperación de las fiestas se llevó a cabo por parte de los jóvenes residentes de la zona y de una asociación de vecinos, resurgida precisamente para luchar contra el plan de demolición perpetrado por aquel edil de bigotito facha.
Hace treinta años y sin convocatoria previa, no había móviles, los jóvenes tomaron la plaza y las calles adyacentes, se empaparon de absenta de alta graduación que vendían en todas las esquinas y en vasos de plástico expendedores clandestinos y corearon espontáneamente consignas eufóricas y poco imaginativas como: "A follar, follar que el mundo se va acabar".
En el frenesí de aquel macrobotellón precursor, una pareja de adolescentes se desnudó encaramada sobre las blancas testas de los artilleros Daoíz y Velarde.
El fotógrafo Félix Lorrio captó la imagen que dio la vuelta al mundo y se convirtió en un icono de la movida, aunque para su publicación en España la censura, que no existía, impuso un púdico chafarrinón negro sobre los pubis de ella y de él, borrón infame que contradecía las libertinas proclamas de los festejantes.
En el feliz 30º cumpleaños de la movida, objeto hoy de un presunto intento de recuperación institucional, los vecinos del barrio siguen sin recuperar sus fiestas, convertidas en triste remedo de lo que fueron, castigados tal vez por los escandalosos botellones, que no son cosa suya, sino de tribus invasoras de fin de semana.
Menos mal que en el barrio siguen abriendo sus puertas bares y garitos hospitalarios que mantienen la antorcha, como el Penta y La Vía Láctea, veteranos y carismáticos.
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