Abanderado de la vanguardia
El actor Roberto Negro introdujo en Bilbao desde su labor 'amateur' el teatro de autores como Beckett, Durrenmatt o Pinter
Desaliñado, pero elegante en sus movimientos, con un pretendido despiste que no acaba de convencer, Roberto Negro (Bilbao, 1938) se comporta como un actor de primera, aunque se quedó en amateur, pues aquellos tiempos no eran los propicios para que la gente de bien se dedicase a la interpretación. Ahora, jubilado, se dedica a la pintura minimalista y a construir móviles, con el fondo de una biblioteca casi especializada en teatro, donde destacan sobados ejemplares de los primeros números de la revista Primer acto.
No faltaban los referentes familiares vinculados a las artes, con un tío pintor y otro cantante de ópera. "Por eso mi madre insistió en que estudiara una carrera técnica, para que no siguiese los pasos de sus hermanos, pero a mí desde pequeño me gustaba el mundo de las bambalinas. De pequeño iba al Arriaga donde cantaba mi tío, Franciso Párrega, aquellas zarzuelas de entonces: Doña Francisquita, La tabernera del puerto, El caserío,... Me metía en los camerinos, ayudaba en el maquillaje, hasta participé con un pequeño papel en Los hijos del capitán Grant cuando tenía nueve años".
Con todo, el origen de la vinculación de Negro con la escena fue prácticamente casual. "Todo comenzó porque el pintor Lorenzo de Solís, aficionado al teatro, con posibles, me llamó un día para participar en un montaje de El condenado por desconfiado, que presentamos en la Plaza Nueva". Aquella primera representación pública, en la que Negro interpretaba al Diablo, se convirtió en el embrión de un grupo de teatro que tuvo como sede el Instituto de Cultura Hispánica de Bilbao.
"Las primeras obras eran, digamos, más comerciales, pero pronto decidimos que teníamos que hacer un teatro más digno". Y surge Teatro Estudio. Beckett, Durrenmatt, Strindberg, el ahora reconocido con el Nobel Harold Pinter, una adaptación de obras de Shakespeare por Gregorio San Juan,... "Yo hacía teatro porque me divertía. No me gusta ver el teatro, salvo cuando vienen producciones de renombre, porque con lo que disfrutaba era con la bajada final del telón", recuerda mientras repasa sus recuerdos en forma de fotografías de todas aquellas puestas en escena que él mismo preparaba.
"Me he gastado mucho dinero en el teatro del poco que he tenido: la puesta en escena se lograba gracias a la ayuda de mi mujer que forraba los sofás; la imaginación para tomar de mi casa y de las del resto de la familia los accesorios para el decorado", comenta mostrando una fotografía de un montaje de Los acreedores, de Strindberg: "Este espejo era de mi madre; la lámpara, de mi casa; el traje me lo forró mi mujer sobre uno mío..."
Su obra preferida fue Final de partida, de Beckett, uno de sus autores predilectos. "Ahora que tanto se habla de él con motivo de su centenario, nosotros a principios de los sesenta ya pusimos en escena Esperando a Godot", con éxito desigual. "En una ocasión, ante ocho personas. Luego ibas por la calle y esos de izquierdas de camelo, te decían: '¡Ah!, Esperando a Godot en París, qué montaje', y en cuanto hablabas con ellos de la obra, descubrías que ni lo habían visto".
Teatro Estudio supuso todo un impacto en la vida cultural de aquella pacata ciudad que era Bilbao en los sesenta. Por la compañía pasaron Mariví Bilbao Goyoaga o Luis Iturri, que luego pasaron al plano profesional. Negro ya consideraba entonces que el trabajo amateur que realizaban necesitaba otra proyección.
Pese a trabajar el teatro de vanguardia, Teatro Estudio rara vez tuvo encontronazos con el régimen y los bienpensantes. "Recuerdo que con El amante, de Pinter, los de Neguri [como se califica a la oligarquía bilbaína] se levantaron a mitad de la función y se marcharon indignados; y en Valladolid, con Herr Puntila y su criado Matti, de Brecht, me llamaron comunista los del Instituto de Cultura Hispánica. Y todo porque la gente aplaudía a rabiar en el diálogo: '¿Estás leyendo? Para lo que hay que leer en estas épocas'. Poco más".
Una década de cortos
A Roberto Negro nunca le ha gustado el cine como actor, pero sí como espectador. Sin embargo, su labor en el Instituto de Cultura Hispánica le condujo indirectamente a él como director del Festival de Cortometraje de Bilbao, uno de los más prestigiosos de España, entre su 14ª y la 23ª edición, tarea reconocida en su tiempo con el Mikeldi de Oro.
"Entonces, el Instituto era el organizador del certamen de cortometrajes y documentales, pero llegó un momento en que creció tanto que sus dimensiones desbordaban a sus responsables y, paradójicamente, decidieron darle fin. Yo, aunque no tenía nada que ver, ante su inminente abandono, me involucré".
Y con él toda su familia, ya que sus hijos le ayudaban en la traducción de los programas y otros textos vinculados al certamen, el actual Zinebi.
Durante diez años, Negro gestionó el evento de forma desinteresada. En ese periodo el certamen pasó de una vinculación española y latinoamericana a una trascendencia mundial, con presencia de los prestigiosos documentalistas de Europa del Este, por ejemplo. "El primer año me salvó el No-Do, porque no tenía ni películas para proyectar".
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