La talla 42
EN EL MOMENTO en que este artículo vea la luz ya se habrá comido Tom Cruise la placenta de su hija. No sabemos si cruda o al ajillo. No sabemos si en el mismo sitio donde la parturienta aún se retorcía de dolor o en un rincón de su mansión californiana, con el mismo deseo de disfrute solitario que tiene el animal carroñero que entre sus fauces lleva la criaturilla aún con vida que acaba de parir la oveja. Tom, el comedor de placentas, no se la come por gusto, no señor, sino porque con ese pequeño acto simbólico reproduce un rito ancestral que han documentado prolijamente las revistas del corazón americanas estos días: se sabe, dicen, que algunas mujeres indígenas de tribus ya tristemente desaparecidas de la faz de la Tierra se comían sus propias placentas porque las innumerables propiedades de esa membrana que antes acababa despreciada en la papelera proporciona una energía sobrenatural tras el parto (eso dicen que dice Tom). Piensa uno que lo suyo, lo ancestral propiamente dicho, sería que Tom diera de comer esa placenta aún caliente a su señora, pero no, Tom, comedor de placentas, innovador en el tema de costumbres ancestrales, ha decidido que la placenta se la come él, y a Katie Holmes que le vayan dando. Tom, siempre a la vanguardia de creencias y ritos ancestrales, es consciente de que lo último en Hollywood a nivel demostración de amor a los hijos es comerse placentas y cordones umbilicales, y tampoco hay que desdeñar el hecho de que, según indican dermatólogos de todo el mundo, nada parece más rejuvenecedor para la tersura de la piel que comer placentas, que bien cocinadas vendrían a ser como los zarajos o las gallinejas, platos definitivos de mi patria de adopción, Madrid, sin por ello hacer menoscabo de mi realidad nacional, Andalucía. O sea que todas esas estrellas internacionales que ustedes ven con sus propios ojos, tipo Gwyneth Paltrow, Brooke Shields o Julia Roberts, que han abrazado en los últimos tiempos la maternidad, y que al poco muestran una figura envidiable, es porque comieron placenta. Aún diría más, me atrevería a afirmar que incluso madres hollywoodienses como (un ejemplo al buen tuntún) Sharon Stone, que en vez de embarazarse en persona contrataron un vientre de alquiler, bien pudieron comerse la placenta de alquiler (creo que ahora lo puedes contratar todo en un pack), dado lo insultante de su belleza. Por ir resumiendo: a la vista está la diferencia entre aquellas que han comido placenta y las que no. Yo (concretamente) estoy entre las que no. No quiero decir con ello que la belleza dependa en exclusiva de la ingestión de placenta, no se me malinterprete. Ahí está el ejemplo de Penélope Cruz, que hasta donde yo sé no ha ingerido placenta (todavía) y, sin embargo, por lo bellísima que sale en la película de Almodóvar, se diría que se las ha comido todas. A las otras actrices las dejó sin ninguna. No es solamente los ojos, que tienen durante toda la película un brillo espectacular y que iluminan la Gran Vía desde el cartel, son los andares de italiana antigua, los moños medio despeinados, las rebecas de botones desabrochados. "¿Tú tenías tanto pecho?", le pregunta la madre a la hija. Eso es lo que se pregunta el espectador todo el tiempo: ¿tenía Penélope tanto pecho o es que Almodóvar se lo ha puesto en bandeja? Desde luego, Volver ha hecho más por la vuelta a las tallas 40 y 42 que los consejos de los nutricionistas. El quid no está en si el culo es verdadero o falso, porque la chica de cualquier manera, lo sabe mover y lo mueve durante toda la película, sino en que el espectador disfruta con la visión de esa mujer jaquetona, que sale comiendo bartolillos metidos en un tuperware. Esa talla 42 está en la anatomía de esa Penélope Magnani, pero también en los bartolillos, en los besos sonoros que son la música de la película, besos que hacen sonreír porque traen recuerdos infantiles, de cuando ibas al pueblo y te pasabas el primer día limpiándote la cara de tanto abrazo chillao; está, la talla 42, en las mujeres que sacan brillo a las tumbas, en el sonido de los abanicos contra los pechos que traen la visión de aquellos canalillos grandes, carnosos y blancos. Bendita talla 42. Tal vez la película se llame Volver no sólo por la vuelta de Carmen Maura, que nunca debió irse, sino por la vuelta a esa otra estética, más carnal, más poderosa, que se perdió en el cine de los tiempos, en aquel cine italiano en que las señoras andaban por su casa en viso y se apreciaba que aquel viso estaba relleno de carne-42. O tal vez debiera llamarse sin más La talla 42, haciéndole uno de esos guiños cinéfilos que tanto gustan al manchego a La calle 42, musical que funciona como la serotonina y que les recomiendo para acabar con los días murrios, y haciéndole de paso ese otro homenaje que todas (y todos) estábamos esperando a la talla más común, a la talla más femenina, esa otra talla que sólo parecen detestar los que marcan la tendencia en el mundo de la moda, sea en revistas o en pasarelas, pero que el pueblo soberano disfruta como el deseado regreso a la carnalidad representada en un número: 42. O 44, que debe ser la que usa Angela Merkel, según lo que desde esta semana está a la vista de todos, y que hace pensar que por un lado un país no puede derrumbarse por un culo, no es para tanto, y por otro, que para que un fotógrafo haya puesto su objetivo y su interés en semejante parte de una señora cuyo trabajo no consiste precisamente en enseñarlo es indicio de que la tecnología punta, de momento, nos está devolviendo a periodistas y lectores a la fase anal.
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