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Columna
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Saber si las tazas tienen sólo café

Soledad Gallego-Díaz

Es posible que, como decía un escritor de los años treinta, la cura de la apatía sea la comprensión y que la progresiva abstención ciudadana en temas públicos, que se da en muchas sociedades occidentales, se deba precisamente a la cada vez más difícil comprensión de las decisiones políticas. Se podrá decir que las sociedades modernas son cada vez más complejas y que por eso sus textos legales y los discursos de sus representantes políticos son cada vez más complicados. Pero es posible que el problema con los textos legales básicos no sea que son complicados, sino que son esencialmente confusos e incomprensibles, lo que no es lo mismo. Y que los representantes políticos no hablen hoy de cosas más complejas que hace 30 años, sino que, por el motivo que sea, utilicen cada vez un mayor número de palabras y de expresiones y vericuetos retorcidos para decir las mismas cosas.

Los ciudadanos asistimos a ese derroche de vocabulario incomprensible con cierta apatía, y aceptamos sin más que nuestros representantes hablen y escriban así dejándonos convencer de que lo hacen porque tratan de cosas difíciles y porque deben tener cuidado con lo que dicen. Luego, a la hora de la verdad, parece que respondemos a ese intencionado laberinto del lenguaje con una progresiva indiferencia por la cosa pública.

En Europa, la última demostración de ese laberinto fue el proyecto de Constitución europea. En España, el debate para la reforma de los estatutos de autonomía. El último capítulo ha sido la discusión en el Parlamento de Sevilla sobre si Andalucía es una nación, una realidad nacional o una comunidad. Finalmente, el informe de la ponencia, respaldado por PSOE e IU, habla en el preámbulo de "realidad nacional" y en el articulado de "nacionalidad histórica".

Todo sería más fácil de entender si nos remontáramos a 1980, cuando los socialistas andaluces decidieron que su Estatuto de Autonomía se aproximara lo más posible al de Cataluña, adjudicándose para ello la condición de nacionalidad. Ahora la discusión es exactamente la misma: ¿hasta qué punto los representantes políticos de Andalucía están dispuestos a aceptar cierta asimetría con el Estatuto político de Cataluña, especialmente una cierta relación de bilateralidad entre Cataluña y el resto de España? Y ¿hasta qué punto los representantes políticos de Cataluña están dispuestos a aceptar que no exista esa asimetría?

Curiosamente ha sido también esta vez el profesor andaluz Manuel Clavero Arévalo (el ex ministro de UCD que inventó el llamado "café para todos", la posibilidad de que todas las autonomías alcanzaran el mismo grado de autogobierno y se relacionaran con el Estado central con los mismos mecanismos) quien ha utilizado el lenguaje más claro. Hace pocas semanas, ante el Parlamento de Sevilla, explicó que los andaluces no se definen en su inmensa mayoría como nación, pero que el porcentaje aumenta espectacularmente si lo que se pregunta es: si Cataluña figura como una nación, ¿cree usted que Andalucía también debe figurar así? "Si el Estatut catalán habla de realidad nacional, el Estatuto andaluz debe hablar de algo semejante. Si no es así", sentenció, "existirá una asimetría".

En eso consiste todo: los políticos catalanes, socialistas incluidos, reclaman una diferenciación cualitativa de Cataluña. No se trata, dicen, de tener más competencias ni de ser menos solidarios, sino de que se acepte que es una sociedad distinta de la española. Y los políticos andaluces, socialistas incluidos, le tienen miedo a esa diferencia, porque no creen que las asimetrías tengan a la larga efectos puramente declarativos. En esas estamos. ¿Les bastará a los políticos catalanes que la diferencia con el Estatuto andaluz (y con los que vengan detrás) se limite al hecho de reflejar la decisión del Parlament de declararse nación? Si es así, toda la operación habrá sido un éxito. Si no, volveremos a empezar. Sólo que esta vez el peldaño estará políticamente bastante más alto. Y que a estas alturas ya no se sabe bien si las tazas contienen únicamente café. solg@elpais.es

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