Catalepsia letal
Lleva razón el pacifismo: hay que achatarrar los ejércitos tradicionales de los Estados modernos, pues al menos desde Hiroshima sabemos que sirven para bien poco y para poco bueno. Tomo la idea de un libro magnífico (The utility of force, Allen Lane, 2005), escrito por Rupert Smith, un general británico retirado y paciente que, tras 40 años de servicios a su país, a la OTAN y a la ONU, ha ordenado sus ideas para contarlas con la envidiada lucidez de los hombres que, al rozar la vejez, han llegado a conocer la naturaleza humana.
Las viejas "guerras industriales", escribe Smith, pasaron a la historia: eran enfrentamientos masivos, organizados por Estados que movilizaban a toda su población masculina joven y se apoderaban de todos los recursos económicos y tecnológicos del país para conseguir una victoria decisiva. Pero la II Guerra Mundial mostró que el coste era insufrible. Hoy, ningún gobernante en su sano juicio inicia una aventura militar convencional con riesgo de una respuesta nuclear y, en esa tesitura, los ejércitos y armas tradicionales han perdido casi toda utilidad. En cambio, las muy reales guerras de nuestros días se pelean entre la gente, contra adversarios evanescentes, que usan armas ligeras o no convencionales y que no distinguen entre objetivos militares y civiles. Son guerras de baja intensidad, ideológicas, étnicas o religiosas, e interminables, por lo que, literalmente, desorientan al ciudadano y aburren al espectador: ¿quién se acuerda de Darfur?
La sangría de Ruanda de 1994 no fue detenida por la ONU, sino por el ejército de una de las etnias en conflicto
Por su parte, el movimiento pacifista escenifica bien la protesta ritual contra la guerra industrial, pero es contradictorio cuando afronta las guerras entre la gente de nuestros días: educado todavía en una cultura épica -perdón, revolucionaria-, la caricatura deletérea de un pacifista es la imagen de un bachiller enfadado, con zapatillas deportivas, tejanos, camiseta del Che -un pésimo militar, por cierto- y pañuelo "palestino" al cuello, icono de la Intifada de 1987, paradigma de lucha de ocupados contra ocupantes, de oprimidos contra opresores, de débiles contra fuertes, vista siempre como un enfrentamiento exasperante que habrá de concluir con la victoria del pobre o no acabará jamás. Justamente: así son las guerras de hoy y así calan en la opinión, como el mal necesario en pos de la sociedad más justa. Nada nuevo bajo el sol.
Smith desgrana bien las características de la "guerra entre la gente": suelen ser enfrentamientos asimétricos entre un Estado y un contendiente no estatal; éste no persigue una victoria militar decisiva, sino un objetivo más blando, como crear las condiciones de una negociación diplomática o conseguir un cambio político -piénsese en el IRA o, ahora mismo, en ETA-; pelea entre la gente y se escuda tras ella; carece de horizonte temporal, pues trata de agotar a su adversario tras décadas de porfía; busca usos nuevos a cualquier cosa que pueda ser utilizada como arma -el avión comercial del 11 de septiembre de 2001, ejemplo extremo de brillantez táctica, el coche bomba o cualquier otro dispositivo explosivo improvisado-, y adopta la iniciativa para minar la moral de su adversario o provocar su reacción intolerable.
Pero Smith no es ningún pacifista, sino un viejo soldado que reta a la cultura dominante, dulzona y cataléptica, que si da en el blanco cuando critica las guerras industriales del pasado, carece en cambio de ideas sobre la utilidad de la fuerza para zanjar las guerras entre la gente de nuestros días. Así, cuando muchos corean que todo conflicto se arreglaría si la Organización de las Naciones Unidas movilizara cascos azules en beneficio de la paz, olvidan que la ONU carece de fuerzas armadas propias: primero, ha de poner de acuerdo al Consejo de Seguridad y a los Estados miembros; luego, ha de movilizar un contingente multinacional y ha de poder desplegarlo, que no es tarea fácil, para acabar cayendo en la triste cuenta de que las diferencias entre lenguas impedirán emplear eficaz y coordinadamente unidades militares de dimensión superior a un batallón. Todo ello hará punto menos que imposible llegar a tiempo y con fuerza suficiente para su empleo útil. En el último genocidio de verdad -Ruanda, 1994- las nimias fuerzas de la ONU ya desplegadas en aquel país no sirvieron para nada y la sangría fue finalmente detenida por los ejércitos de una de las etnias en conflicto. ¿Qué nos propone ahora la cultura dominante para Darfur? Catalepsia letal.
Un último ejemplo de esta cultura de la catalepsia kantiana nos lo ofrece una sentencia del Tribunal Constitucional alemán dictada el pasado 15 de febrero: no resulta admisible, dicen sus jueces, el empleo de fuerza militar contra un avión de pasajeros presuntamente capturado por terroristas y cuyo destino sea, pongamos por caso, un estadio de fútbol o una central nuclear. Y no lo es, argumentan, porque no se debe instrumentalizar la vida de los pasajeros y de la tripulación de la aeronave en beneficio de otros. No cabe un juicio sobre la utilidad de la fuerza cuando su empleo pasa por segar vidas inocentes. La dignidad esencial de la persona, remachan, no permite tratar a la gente como si fueran cosas. Magnífica doctrina, proclamo, pero, llegado el caso y con riesgo de equivocarme, ¿qué les cuento yo a las gentes de allá abajo? A ustedes, vamos.
Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil de la Universidad Pompeu Fabra.
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