Lotina, en su pasión
Miguel Ángel Lotina levantó la Copa, compareció ante los periodistas, enfiló sus cejas rectilíneas en un gesto de abatimiento, apoyó su cansada barbilla en la mano de firmar esquelas, bajó al micrófono su mirada de pecador arrepentido, apretó los labios como se recomienda en el manual del portador de malas noticias, chasqueó la lengua para afirmar su sentido trágico y, válgame Dios, presentó sus excusas a la concurrencia por el éxito conseguido.
-Partido igualado. Ganamos porque hemos convertido todas nuestras ocasiones de gol. En cuanto a mi equipo tengo que decir la verdad: no se trata de que yo haya acertado con la táctica, sino de que nuestros partidarios se han puesto a cantar, y los jugadores se han venido arriba. Hemos ganado la Copa gracias a tres o cuatro canciones.
Un minuto después los reporteros decidían preguntarle por la futilidad de la vida y comprobaban, asombrados, que por un extraño reflejo de la Pascua el campo empezaba a transfigurarse en camposanto.
En realidad, Lotina se había entrenado mucho para convertir la mayor de las apoteosis en una exhibición de pompas fúnebres. Quizá porque siempre supo que el éxito deportivo es flor de un día, asumió ante sí mismo la identidad de aquel esclavo zumbón que le bajaba los humos a César en los desfiles de la victoria. Con 20 siglos de retraso descolgaba su propia corona de laurel y se decía entre dientes, como canta el enterrador: No te agrandes, compañero, que ya vendrán tiempos peores.
Puede que ese fatalismo medular venga de sus años de delantero centro del Logroñés, un equipo de supervivencia que vivía pendiente de la voluntad de un mecenas y de los caprichos del marcador. Entonces Miguel Ángel era un esforzado profesional del rescate que esperaba en la reserva una orden de movilización. En casos de extrema gravedad los senadores riojanos se reunían en el graderío y llegaban a un acuerdo: "Que salga Loti".
En su choza de metacrilato, Lotina templaba la musculatura. Luego salía, cargaba las botas, alargaba el juego, se lanzaba a fondo y marcaba alguno de esos goles cruciales que llegan con el último aire.
Ahora ha vuelto a acreditarse como emisario de la providencia. Ganó la Copa, inclinó la cabeza y pidió disculpas al Destino por los servicios prestados. Acto seguido los reporteros le dieron su más sentido pésame, contuvieron las lágrimas, disolvieron el cortejo y se acercaron al túnel de vestuarios, es decir, a las catacumbas, para acompañar en el sentimiento a Tamudo y compañía.
En la cripta del estadio, el triunfador de la noche recibía a sus últimos deudos.
Mucho ánimo, Loti; ya vendrán tiempos peores.
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