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Tribuna
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El momento de la risa

Primero escuché la noticia; luego contemplé las imágenes del comunicado. Surgieron en mi ánimo, como en los de tantos conciudadanos, sentimientos entrelazados: alegría, cautela, preocupación, orgullo, lástima. Pero, al cabo de unas horas, noté con sorpresa que en mi interior nacía arrolladora una reacción distinta: la risa.

Rememoraba la imagen: unas personas disfrazadas de algo que ellas seguramente pretendían simbólico, pero que no era sino ridículo: unos virginales velos blancos sobre la cara, con unas siniestras aberturas achinadas para los ojos, y encima de ello una incongruente txapela negra embutida hasta las sienes, con su pequeño rabito en lo alto de la cresta. Una estampa repleta de un barroquismo pueblerino y kitsch: banderas a tutiplén, anagramas, serpientes enroscadas, escudos heráldicos, todo ello alrededor de una cursi mesa más propia de la fiesta de la banderita que de otra cosa. Un discurso que quería finalizar con unos gritos de rigor (¿se acuerdan de los gritos de rigor de la Falange?), pero que eran tan largos y complejos que no podían ser dichos de un golpe, sino que la pobre chica tenía que ir leyendo los goras como se lee un tedioso programa de actos, con un tono oficinesco y burocrático.

El chiste es el recurso último en tiempos de zozobrar. Y sin embargo, entre nosotros no había chistes de ETA

El imperdonable olvido, y además en dos ocasiones, de utilizar el pareado "os/as" al mencionar a los ciudadanos, subsanado raudo en el nuevo comunicado del día siguiente, en el que ya aparecía la corrección de género. Unos chicos quitando la vida a su arbitrio, pero al mismo tiempo preocupados por la incorrección cometida al mencionar a los muertos y no a las muertas. Esa mímesis histriónica de otros momentos de gravedad histórica, perpretada con una surrealista mezcla de La rendición de Breda y el Guernica. Perdónenme, pero era demasiado: me dio un ataque de risa.

En la vida deben existir algo así como momentos al margen para que el homo ridens aparezca, momentos en que el humor y la chanza cumplan su función catártica y correctiva. Schopenhauer decía que el humor surge cuando se ponen en súbita relación dos marcos de referencia mutuamente incongruentes, y algo de eso es lo que sucede aquí y ahora. Piénsenlo. Por un lado, una sociedad moderna, hedonista, entregada al goce de la propia vida, escéptica y descreída. Por otro, unos chicos disfrazados de carlistas postmodernos que, desde un ideario de neardentales políticos, intentan dirigirle la existencia y otorgarle el derecho a decidir. Unos chicos que, sin saberlo, han incurrido en un enorme equívoco: como matan y causan daño (lo que es cosa muy seria), han llegado a creerse que sus ideas y su causa son también serias (lo que evidentemente no son). Se creen importantes porque causan efectos importantes. Pero esa es la cómica confusión en que incurren los niños y los tontos.

Por su parte, Aristóteles creía que en el origen de la risa está la humillación del otro, aunque sea una humillación regularmente limitada, que no llega a generar dolor. Por eso me río, y ustedes deberían reírse también, de los terroristas que piden el cese el fuego. Porque la humillación del otro es catártica, como muchas culturas humanas han sabido siempre. Hay un momento en que a los vencidos hay que hacerles burla, hay que humillarles con nuestra chanza y chirigota, hay que reírse de ellos. Es un momento sublime, un momento de amoralidad, de transitoria anestesia de la emoción, como decía Bergson. Es salirse por un instante de la seriedad de los discursos en pugna y situarnos en otro plano, un plano que corroe la pantalla de su pretendida seriedad y permite ver al rey desnudo de sus oropeles. En este caso nos permite despojar a estos seres de sus pistolas, sus boinas, sus pasamontañas níveos, sus muertos, su furia inútil, su sacralidad. Ningún poder ha admitido la risa de sus súbditos, precisamente por lo que tiene de disolvente para la magnificencia y la majestad que adopta siempre la autoridad. Pero los súbditos de la más tirana dictadura han encontrado siempre su refugio en el chiste, porque la risa es el recurso último del hombre en tiempos de zozobra. Es lo que nunca nos podrán quitar. Y, sin embargo, entre nosotros no había chistes de ETA. Era un poder siempre ominoso y lúgubre.

¿Recuerdan lo que buscaba el monje de mente inquieta en la biblioteca del monasterio de El nombre de la rosa, lo que el inquisidor Jorge de Burgos intentaba ocultarle? No era un manuscrito sobre ciencia, ni sobre moral, ni sobre política, sino el extraviado tratado aristotélico sobre la risa. Porque sólo la risa le permitiría salir del círculo mortalmente serio de los discursos medievales cargados de teología. ¿Recuerdan, todavía ayer, el disgusto sobreactuado de los clérigos islámicos cuando un insignificante ciudadano europeo convocaba a la risa y a la chanza sobre tanto Dios iracundo? Y es que la risa rompe el hechizo que los mensajes del poder tienen sobre nuestras mentes, transforma nuestro miedo al dolor en una irresponsable alegría e indiferencia. La risa es semilla de libertad.

Háganme caso, ríanse un poco de tantos y tantos pretenciosos clérigos que pretenden inculcarnos su mensaje de salvación a golpe de bombas o de cohetes, y cuya cabeza parece tener por función más importante la de sostener el turbante o la boina. Cuesta poco y libera mucho.

José María Ruiz Soroa es abogado.

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