Tras la batalla
No, la batalla del Estatuto no ha concluido todavía, pues queda pendiente superar las dificultades del Senado y, sobre todo, alcanzar un resultado digno en el referéndum. Aun así, la aprobación del texto por el Congreso de los Diputados sitúa el proceso ante su recta final y permite analizar cuáles son, en este punto, las bazas y los retos, las oportunidades y los desafíos de los diversos actores políticos en orden a la photo finish prevista para el próximo mes de junio.
Por lo que se refiere al Partido Popular, la lógica de hierro del discurso tremendista que éste desplegó desde el pasado 30 de septiembre le impide reconocer ahora los cambios sufridos por el texto durante su paso por el Congreso; bien al contrario, esa lógica obliga a los populares a ratificarse en la maldad intrínseca del Estatuto, en su carácter incorregible, en la tesis de que, por mucho que se le hayan limado las astas, es preciso devolver el bicho a los corrales. ¿O acaso se imaginan ustedes a los señores Rajoy, Zaplana, Acebes y compañía comiéndose con patatas los tres o cuatro millones de firmas recogidos en su campaña antiestatutaria? Dado que a ninguno de ellos le apetece semejante menú, la doctrina oficial debe seguir siendo la que resume la profesora Montserrat Nebrera en el último número (el 27) del boletín Papeles FAES: el Estatuto del 30 de marzo "no sólo no ha corregido la inconstitucionalidad, sino que ha aumentado la inseguridad jurídica, ha consolidado la supresión de España como realidad social y ha convalidado la imposición como norma común a todos los catalanes de lo que, en realidad, es una preferencia estrictamente partidista que lesiona gravemente la libertad ciudadana y el pluralismo político". A la luz de tan funesto diagnóstico, el PP cultivará en el Senado la obstrucción y los enconos territoriales antes de desplegar, de cara al referéndum, una campaña a la Vidal-Quadras.
Tal actitud, seguramente rentable aún en el resto de España y, en todo caso, compensatoria de la moderación de Rajoy ante el alto el fuego de ETA, plantea sin embargo algunos problemas. En Cataluña -donde el PP registra un índice de rechazo del 80%- la belicosidad de éste contra el Estatuto puede convertirse en la mejor propaganda por el sí, y hasta infundir a la votación aires de plebiscito contra el aznarismo-rajoyismo-acebismo-zaplanismo. Luego, si el Estatuto es ratificado, los populares tendrán otro quebradero de cabeza: contener el afán de emulación, el efecto contagio. Ya el lunes de la pasada semana, Mariano Rajoy hubo de reunir a sus "barones" territoriales para exigirles prudencia ante las reformas estatutarias, aleccionarlos contra cualquier veleidad nacionalista y advertirles que no deben dejarse tentar por el espejo del texto catalán...
En el espacio central de las actitudes con respecto al Estatuto, el Partit dels Socialistes y Convergència i Unió forman -sin desconocer el papel de Iniciativa- el bloque del pragmatismo o del posibilismo, aunque cada fuerza con sus matices y sus servidumbres. A CiU le resulta cómodo y plausible explicar que, en el pacto del pasado 21 de enero, no fue ella la que impuso los recortes; pero no puede desconocer la pulsión maximalista que ha existido siempre entre sus bases, y no debería mostrarse demasiado impaciente por desempeñar ministerios o consejerías, pues ello proyecta sobre el antedicho pacto la sombra de Esaú (aquel personaje bíblico que vendió su primogenitura por un plato de lentejas...). En lo tocante a los socialistas, la firme defensa que el PSC hace de lo negociado por el PSOE en Madrid se ve enturbiada por los zigzags dialécticos de Pasqual Maragall, aparentemente resuelto a minimizar el acuerdo Zapatero-Mas, por un lado, y a quitar hierro al no de Esquerra al Estatuto, por el otro.
Para entender ese no de ERC, es preciso situarlo en un contexto más amplio: el clima agraviado y quejumbroso que reina desde hace varias semanas en los círculos asociativos y culturales del nacionalismo soberanista e independentista. Tales ambientes vivieron a partir del 30 de septiembre un subidón de euforia y expectativas que culminó con la entrada del proyecto estatutario en el Congreso, el 2 de noviembre. Al parecer, durante ese periodo bastantes creyeron de veras que, sin un colapso económico o militar, sin una crisis de legitimidad ideológica o institucional -sin nada que se pareciera ni remotamente a lo ocurrido en la URSS de Gorbachov o en la Yugoslavia de los albaceas de Tito-, el Estado español iba a renunciar por las buenas al dogma de la soberanía única y reconocería a Cataluña el derecho de libre determinación.
Naturalmente -naturalmente, desde el punto de vista de la correlación de fuerzas y de la lógica política más elemental-, no ha sido así: el nuevo Estatuto supone una mejora sustantiva del de 1979, pero no rompe -en todo caso, matiza e interpreta al alza- el marco constitucional vigente. En las redes de la sociedad civil soberanista, entre los asistentes a la manifestación del 18 de febrero, la euforia han cedido el paso a una profunda decepción, a un amargo desengaño, a un complejo de burlados que anhelan exteriorizar su despecho. Pues bien, la cúpula de Esquerra Republicana se halla envuelta en este clima. Algunos de sus miembros incluso lo alimentan cuando aseveran que lo aprobado por el Congreso es "un buen Estatuto para Murcia" (¿tiene Murcia lengua propia, derechos históricos, símbolos nacionales...?). Otros son conscientes de los riesgos que comporta dejarse arrastrar por el purismo testimonial, confundirse con los grupúsculos extraparlamentarios, abominar de un texto al que ellos han contribuido como nadie ("hi haurà l'Estatut de Núria, l'Estatut de Sau i l'Estatut d'en Ridao", se decía por los pasillos del Parlament el año pasado). Otros creen que mantener el no es una apuesta generacional y una inversión de futuro.
A Esquerra le corresponde decidir, y a los demás partidos del bloque estatutario facilitarle la decisión. Decidir entre el impulso encorajinado de las bases y el riesgo de las malas compañías, entre corazón y cabeza, entre táctica y estrategia.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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