La bombona como fracaso
La bombona de butano es una contundente refutación del ingenio humano, una ofensa inaudita, una hiriente provocación para ingenieros y diseñadores, el estigma inmutable de un pasado cutre y olvidable; bombona viene de bomba y la panzuda y blindada bombona de butano se asemeja más a un artefacto explosivo de la guerra del 14 que a un envase de uso doméstico de la segunda mitad del siglo XX. Todo ha cambiado a nuestro alrededor, todo, menos la maldita bombona, siempre igual de incómoda y antiestética, insoslayable cachivache que mancilla los balcones y ocupa los rellanos desplazando a las macetas. Nada ha cambiado salvo el precio, el volátil gas embotellado asciende, la bombona flota en el turbulento mercado energético, ajena a las críticas, inmune a las innúmeras maldiciones que profieren sus usuarios, cuando han de moverlas unos metros, aplastados bajo su peso, encorvados y congestionados, con las palmas de las manos laceradas por las cortantes asas y los tobillos amoratados por los aviesos golpes.
La última subida del gas butano preocupa a los 10 millones de españoles que todavía lo utilizan, así de obvio es el titular que enuncia el presentador del telediario, pero en el "todavía" se detecta una inflexión irónica y condescendiente, una leve insinuación de que los consumidores de bombonas son gente anticuada que se aferra a una tecnología superada, que tiene miedo al cambio y desconfía del progreso de la electrónica, de la informática y de la vitrocerámica, que aún mira con cierta desconfianza el microondas y al detalle los recibos de la luz. Se suponía que el butano era un combustible económico, una fuente de energía y calor fácil de controlar y con el suministro garantizado; aun así, las ostentosas bombonas anaranjadas tardaron bastante tiempo en pasar su prueba de fuego, pero los consumidores acabaron cediendo por imponderables económicos.
Hasta hace unos años, muchos taxistas madrileños circulaban con butano, un combustible más barato y menos contaminante que la gasolina, que contó con todas las bendiciones y recomendaciones de los técnicos y expertos municipales y nacionales hasta que otros técnicos y expertos decidieron suprimirlo por sus presuntos riesgos y sustituirlo por el diésel, hoy en entredicho y en retroceso por sus efectos contaminantes. Mientras las grandes empresas del sector energético se opan y se topan con hostilidad y alevosía, sus indefensos clientes, esclavos sin manumisión posible, se someten a una revisión continua, siempre al alza, de los precios; en el caso del butano, la revisión, léase la subida, se efectúa cada tres meses y, por lo que se ve, ni una ínfima parte de los beneficios empresariales se dedican a la investigación y al desarrollo. Las inmutables bombonas acorazadas son transportadas en desvencijados camiones, igualmente inmutables, y repican descompasadamente al chocar entre ellas, agitadas por el empedrado de las calles del centro y los infinitos baches y desniveles de las obras prolíferas. A bordo de estos viejos y estrepitosos cacharros, obsesión de conductores urbanos, viaja una mínima y curtida tripulación de hombres fornidos, estibadores de amplias y sufridas espaldas que sin ninguna ayuda mecánica, sin arneses ni anclajes, cargan con las odiosas botellas y, sin inmutarse por la presión de los impacientes seguidores involuntarios de su motorizado cortejo, ascienden por empinados tramos de angostas escaleras a las humildes y altivas buhardillas para reavivar la llama, el fuego de los hogares mínimos habitados por minúsculas ancianas que insisten en ofrecerles un vaso de agua y diez céntimos de propina. Los repartidores de butano forman hoy un colectivo multirracial y multicultural, totalmente ajeno a la grosera leyenda urbana que los estereotipaba como insaciables sementales, consoladores a domicilio de amas de casa insatisfechas, pesadilla de cornudos presuntos y materia de burdos chistes tabernarios. En Madrid al menos, subir la bombona al tercero izquierda, realizar y cobrar la transacción y el recambio y culminar satisfactoriamente un coito antes de que en la calle se monte un guirigay es una proeza física inverosímil, aunque en ningún caso sea una hazaña sexual. Además, el incongruente y estridente botellón es un testigo incómodo, antídoto de lujuria e inhibidor de libido.
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