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Un futuro incierto

La campaña electoral en Israel estuvo modulada por el desconcierto que produjo la victoria de Hamás en las elecciones al Parlamento de Palestina. Por una parte, las dificultades económicas de los últimos años han tenido consecuencias sociales indudables: una parte creciente de la población ha de sobrevivir con salarios mensuales de 600 euros o menos, y los jubilados (un 10% de la población) con una pensión media de 244 euros mensuales (de ahí el éxito del partido de los jubilados), incremento de los gastos en seguridad y del número de habitantes "sin techo" o con problemas de vivienda, aumento de la inmigración no judía para cubrir determinados puestos de trabajo, disminución de los ingresos por turismo, etc. Una parte creciente de la opinión pública relaciona -con razón- la evolución negativa de estos indicadores con el mantenimiento de la ocupación en los territorios palestinos. De hecho, serán mayoría en la nueva Knesset los diputados que abogan por desmantelar algunos asentamientos en Cisjordania, empezando por Ehud Olmert que ha prometido retirar unos 90.000 colonos. Sin embargo, muchos analistas políticos siguen empeñados en relacionar la victoria de Hamás únicamente con la corrupción que caracterizó a la Autoridad Nacional Palestina en época de Arafat, olvidando que la victoria también y principalmente es consecuencia de 40 años de ocupación y del desencanto producido por un Proceso de Paz (Acuerdos de Oslo) que fracasó porque daba lugar a un Estado palestino territorial y políticamente inviable.

Por otra parte, los resultados electorales dan cuenta de la profunda crisis y del cambio que vive el sistema de partidos políticos en Israel. Con la división y posterior hundimiento del Likud, el bipartidismo tradicional entre izquierda (Labour) y derecha (Likud) ha desaparecido, dando paso a un Parlamento donde un, hasta cierto punto, nuevo partido, Kadima (la herencia de Ariel Sharon), tendrá el mayor número de diputados, aunque muy lejos de las encuestas que le auguraban una mayoría confortable para formar una coalición de gobierno sin excesivos problemas, y donde el Labour mantendrá su protagonismo como segunda fuerza política después de la crisis de liderazgo en que entró tras la derrota de Ehud Barak en 2001. Pero, sin duda, lo más novedoso es la desaparición del partido laico Shinui, que era la tercera fuerza del anterior Parlamento, y la fuerte irrupción de una derecha radical y de referencias étnicas de la mano de Aviador Lieberman, líder de Israel-Beiteinu (Nuestra Casa Israel) que ha superado en un escaño al Likud de Bejamin Netanyahu. También constituye una novedad inesperada la presencia de los diputados del partido de los jubilados, en cuyo programa no figura ninguna referencia al conflicto con los palestinos y la ocupación, pero sí una clara exigencia de reducir gastos en defensa e incrementarlos en políticas sociales destinadas a mejorar la situación de los más desfavorecidos.

Por último, la participación más baja de la historia electoral de Israel (un 63%) da cuenta del desgaste del sistema de partidos políticos, de las dudas identitarias introducidas por la inmigración de aluvión de los últimos 10 o 15 años (fundamentalmente, rusa) -es decir, ucraniana, bielorrusa, rusa, etc.-, un millón en la década de los noventa, y latinoamericana -que podría llegar a representar un porcentaje próximo o superior al 10% de la población actual-, y, lo que sin duda es más grave, de la creciente desconfianza en un sistema político -no sólo en los partidos- que se ha mostrado incapaz de resolver el conflicto con los palestinos y, por ende, las dificultades económicas y sociales que se derivan de la perpetuación de dicho conflicto.

Lamentablemente, la propuesta de Olmert tampoco parece que sea la solución a pesar de que, seguramente, contará con el apoyo de una mayoría suficiente en la Knesset. Se trata, en primer lugar, de una propuesta que -como ya defendía Ariel Sharon- sólo contempla una retirada parcial de Cisjordania y deja en manos de Israel el valle del Jordán, los principales asentamientos y Jerusalén Este. En segundo lugar, se presenta como una propuesta unilateral que, en todo caso, estaría dispuesto a negociar en forma de ultimátum -el trazado del muro marcaría las fronteras que está dispuesto a "negociar" Olmert y que están muy lejos de las de 1967, que son las únicas que reconoce la comunidad internacional- con Mahmud Abbas, pero no con el Gobierno palestino de Hamás. De ser así, la gestión de Olmert se añadiría a la ya larga lista de errores que han jalonado la historia del conflicto, porque sin negociación y acuerdo ajustado lo más posible a las fronteras de 1967 -sin excluir intercambio de territorios como se contempló en Taba (enero de 2001)-, y sin encontrar soluciones a los temas de Jerusalén Este, de los refugiados y del acceso a los recursos de agua de la región, difícilmente se llegará a una paz definitiva basada en dos Estados seguros y viables, que permita la estabilidad política y la recuperación económica de ambos países. La necesidad de negociar con Hamás la apuntaba hace unos días Shlomo Ben Ami cuando declaraba: "Confío en que la abrumadora mayoría de palestinos e israelíes quieren poner fin a este conflicto. Sin embargo, ha ganado y hay que asumir que está en juego la credibilidad del mensaje democrático occidental. No puedes andar predicando democracia y, cuando salen elegidos los que no te gustan, imponerles sanciones. No se puede castigar al pueblo palestino por su elección. Hay que intentar reconducir la hoja de ruta, que es inservible". Sin duda, Hamás será menos proclive a las concesiones que el antaño denostado Arafat -al que hoy algunos líderes políticos israelíes parecen añorar-, pero el Gobierno de Hamás representa, sin duda, la expresión política mayoritaria de los palestinos y el pragmatismo indica que a ello habrá que atenerse si se quiere poner fin definitivamente al conflicto.

Antoni Segura es catedrático de Historia Contemporánea y director del Centre d'Estudis Històrics Internacionals de la Universitat de Barcelona.

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