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Columna
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Matusalén al volante

Hace unos días, en el curso de una reunión del Instituto Europeo de Salud y Bienestar Social, que algún día nos enteraremos de para qué sirve, el director general de Tráfico insinuó que los conductores que hayan cumplido los 65 años, motu proprio deberían quemar el carnet de conducir y renunciar a ponerse tras un volante. No lo dijo de esta manera, pero un resumen de urgencia podía reflejar de tal forma el propósito. El director general no ha leído atentamente el artículo 14 de la Constitución que ampara a todos los españoles ante la ley, cualquiera que sea su condición o circunstancia personal o social. Haber cumplido los 65 es una, sin duda. Muchos recordamos con nostalgia no tener otra vez los 80 o los 85. El olvido quizá se debe a la juventud de los "padres de la Constitución", hoy un apaciguado rebaño de prostáticos.

Quizá se refería a preservar de cualquier competencia en los circuitos que pusiera en peligro la hegemonía de Fernando Alonso. Conocí a una persona -un general de aviación, fallecido no hace mucho, con más de 90 años- que practicó el volantismo por las calles de Madrid y las carreteras españolas, a bordo de un Ferrari, emulando en tierra la velocidad supersónica, sin haber sufrido el menor percance. He tomado alguna copa con él, en Embassy, y nunca advertí síntomas de petulancia agresiva. Sólo comentaba que cuando algún joven automovilista se ponía en la vía pública a su lado y le imprecaba, llamándole "viejales" o "esperpento", ponía a 100 su bólido en unos segundos, mientras saludaba displicente con la mano al sorprendido mozo.

El director de Tráfico se cura en salud y afirma que no se trata de prohibir a los mayores esa actividad, sino apelar al buen criterio propio de la edad, a fin de que renuncien a conducir. ¡Estaría bueno! Parece que la edad no es un problema ya que los accidentes que producen los ancianos deportistas son escasos. De los siniestros con víctimas reseñados en 2004, el porcentaje de este sector fue del 4,7% del total, si bien es más elevado el número de viejos atropellados en las vías públicas. ¿Le parece más deseable que la población adulta disminuya bajo las ruedas ajenas? Lo cierto es que los septuagenarios y octogenarios despendolados, de botellón en botellón, es, desde la óptica estadística, apenas apreciable.

La reseña antedicha informa de que son unos 2.300.000 los conductores que han franqueado ese cuarto y mitad del camino de nostra vita, calculándose que poseen el carnet de conducir el 10% de los automovilistas españoles. O sea, que nuestro parque dispone de 23 millones de coches, más o menos, lo que parece un poco exagerado.

El mentado director general no se reduce a criticarnos, sino que apunta soluciones, como la que atribuye a cierta experiencia en los Estados Unidos, donde una empresa facilita el conductor a cambio del vehículo, cuyos servicios se amortizan con el valor del automóvil. Esto parece limitar la vida del usuario o su posibilidad de desplazarse, una vez amortizado el trato convenido. No echó mano el director general de una más real y posiblemente anticonstitucional medida que toman algunas aseguradoras. Así como elevan las tarifas a los muy jóvenes, ponen serias trabas a los valetudinarios, equiparando el alocamiento de la extrema juventud con el imbecilismo de los mayores, a quienes se les supone, con razón, las facultades disminuidas, la vista y el oído debilitados y los reflejos en decadencia. Esto se compadece mal con la breve tasa de accidentes que descubre la experiencia. Personalmente, opino que se devalúa uno de los instintos que suelen agudizarse con la edad: el de conservación, y quizás el peligro resida en el exceso de precauciones, que estorban la fluidez del tráfico.

He observado que no se alude a "los viejos y las viejas", residenciando en el género masculino las críticas y las recomendaciones. Y es que se ve cada aventurera al volante que si la osteoporosis se lo permitiese estarían encantadas de "echarle" una carrera a mi amigo, el difunto general de aviación. Sólo recuerdo un accidente propio, cuando tenía 24 o 25 años, y la rotura del freno me empotró en un banco de piedra, situado providencialmente en una pendiente. No tengo reparo en confesar que no hubiese pasado el control de alcoholemia ni ante el más permisivo de los guardias.

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