Un difícil encaje
Las reacciones al comunicado de ETA anunciando el cese del fuego permanente tienen una novedad que no encontramos en las reacciones a las treguas anteriores: la preocupación por las víctimas. Lo que sí encontramos, ahora como antaño, es que habrá generosidad si la suspensión de la violencia va en serio. Pero ¿cómo se compaginan los derechos de las víctimas con la generosidad del Estado? Las respuestas son imprecisas, tan vaporosas, que apenas si ocultan una sensación de malestar porque se intuye el difícil encaje. Unos hablan de que "hay que multiplicar el cariño"; otros, de que no hay que permitir "que se las humille...". Lo tuvieron más fácil Felipe González y José María Aznar, pues entonces las víctimas eran invisibles, como lo habían sido durante siglos. Zapatero, sin embargo, las tiene ante sí.
No es de sentimientos de lo que hay que hablar, sino de hacer justicia a las víctimas
Reconozcamos que nos falta entrenamiento para este tipo de cuestiones. Echamos de menos, por ejemplo, lo que en otros países se ha hecho al hilo de la reflexión sobre las víctimas del Holocausto, aunque nunca es tarde para al menos aprovechar las conclusiones a las que van llegando. Digamos, de entrada, que no es de sentimientos de lo que hay que hablar, sino de justicia, pero ¿qué significa hacer justicia a las víctimas? Entender que se les ha hecho dos tipos de daño de los que tenemos que hacernos cargo. Hay, en primer lugar, un daño personal que es fácil de entender: el asesinado, el mutilado, el torturado, el amenazado por el terrorista, ve alterada violentamente su existencia personal, llegando esa alteración en 817 casos a la destrucción de la vida. Hacerles justicia es tratar de reparar lo irreparable en ellos o, en su defecto, en los suyos. Éste es un aspecto que está en la conciencia de los ciudadanos, de los poderes públicos y que ni siquiera es objeto de controversia, aunque lo sea en sus aplicaciones concretas.
Mucho más complejo es el daño político. Cuando el terrorista mata a alguien está dando a entender que ése no vale, no cuenta, para la comunidad política a la que ellos aspiran. No olvidemos que mataban en nombre del pueblo vasco. Con ese gesto se les está negando el ser ciudadanos o miembros con pleno derecho de la comunidad política por la que matan. Hacer justicia en este caso es hacer frente a la injusticia que supone, en primer lugar, la negación de la ciudadanía. Esa justicia se debe traducir lógicamente en el reconocimiento público de su ser ciudadano. Ahora bien, ese reconocimiento no puede ser un certificado expendido por la Consejería de Interior del Gobierno vasco, sino un gesto público por parte de ese pueblo en cuyo nombre mataban y que tan solas ha dejado a las víctimas, como si algo hubieran hecho que mereciera el sufrimiento infligido. Cuando en las Comisiones de la Verdad se habla de reconciliación se está apuntando a ese derecho de las víctimas, lo que lleva consigo arrepentimiento obligado de los que mataron o apoyaron, y perdón facultativo de los que lo padecieron. Más allá de las mesas en las que se esté pensando, es difícil imaginar una salida sin esta escenificación de la reconciliación.
Hay que tener también en cuenta en qué medida el crimen político daña a la sociedad en la que tiene lugar. Una sociedad con víctimas está marcada y no vale pasar página. El filósofo Hegel estaba obsesionado con la idea de reconciliación, consciente como era de que el nervio de la historia era el conflicto. Dejó escrito que el crimen atenta doblemente contra la salud de una sociedad: privándose de la víctima y del victimario. Del victimario, porque se pone fuera de la ley que la gobierna, constituyéndose en un delincuente; de la víctima, porque anula la posibilidad de ser miembro de ella. La recuperación de ambos para una sociedad reconciliada sólo es posible, dice, si el criminal anhela la vida de la víctima, si llega a reconocer vivamente que ojalá no hubiera pasado aquello. Sólo entonces, de la mano de la vida arrebatada, puede acceder a la sociedad de la que había quedado escindido. Vemos entonces cómo dos conceptos antagónicos en este momento como son los de víctima y generosidad pueden acercarse y convertirse en complementarios.
Hay lógica preocupación sobre forma y fondo de esa mesa política que podría montarse cuando se certifique el silencio definitivo de las armas. Preocupa que ahora sobre el mantel los ex violentos consigan lo que no pudieron con las pistolas. Joseba Arregi respondía a esta preocupación con una tesis severa: la violencia etarra ya ha desacreditado la causa política que defiende. Se podría responder también a aquella preocupación con esta otra reflexión: si de lo que se trata es de andar un camino político del que quede definitivamente eliminada la violencia, ¿se puede echar al olvido la violencia anterior? ¿Qué impide que el crimen se repita si al final todo prescribe, todo se sana, todo se olvida? Curiosamente, los violentos pueden, llegados a este punto, invocar la más noble tradición occidental que ha sabido pensar el progreso dando la espalda al pasado. Y en eso no les falta razón: estamos tan convencidos de que la política es de los vivos, que hemos pagado a lo largo de los siglos con el precio del olvido cada nueva conquista. Pero en algún momento habrá que interrumpir esa lógica letal de la historia, si queremos realmente que la muerte o el sufrimiento de terceros deje de ser un arma política. Una lógica, no lo olvidemos, que es la que sigue señoreando en estos tiempos de globalización. Éste es el pan que se trae bajo el brazo la lógica de las víctimas. Y ahora que hay tantas invocaciones a la responsabilidad, dada la altura histórica del momento que se vive, hora es también de dar un salto cualitativo en la idea que nos hacemos de la política.
Reyes Mate es profesor de investigación en el Instituto de Filosofía del CSIC y autor, entre otros ensayos, de Memoria de Auschwitz: actualidad moral y política (Trotta).
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