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Feminismo y prostitución

En estos últimos meses se ha abierto en nuestro país un intenso debate acerca de la regulación de la prostitución. Parlamentarias/os, expertas/os y asociaciones de mujeres pugnan por imponer sus puntos de vista acerca de la oportunidad de que el Estado reconozca derechos laborales y sociales a las trabajadoras del sexo. Es lo que ellas reivindican desde hace décadas. "No hacemos daño a nadie, queremos ser legales", era el grito unánime que presidió una manifestación masiva de prostitutas en la Barcelona de los años ochenta, cuando todavía su entorno estaba prohibido y se castigaba a proxenetas, rufianes y empleadores del mercado del sexo.

La ocasión parecía llegada cuando el Código Penal de 1995 despenalizó todas las actividades que favorecían el ejercicio de la prostitución libremente acordada entre adultos, haciendo desaparecer del texto legal cualquier vestigio de abolicionismo. Una reforma que sus promotores, los gobernantes del PSOE de entonces, justificaban con sobradas razones de defensa de la libertad sexual y de superación de la hipocresía social acerca de una práctica que se ejercía y se anunciaba a la luz del día. Pero se perdió esa oportunidad y, durante estos años, los únicos que se han acordado de salvaguardar los derechos de las prostitutas han sido los tribunales penales cuando han detectado abusos en sus relaciones laborales. Muchos empresarios de la industria del sexo han sido condenados por la explotación de sus empleadas al exigirles condiciones de ejercicio de la prestación sexual incompatibles con la dignidad de cualquier trabajador, tales como la imposición de servicios sexuales no deseados o la ausencia de una remuneración suficiente o de una jornada laboral adecuada con los permisos y descansos correspondientes. Se trata de evitar, según la lógica argumentativa que ha acompañado a esas sentencias, que "los más desprotegidos deban cargar con las consecuencias de su desprotección".

Un pragmatismo del que debiera contagiarse el actual debate. En cambio, una de las tesis preferentes es que la prostitución libre no existe. ¿Cómo explicar entonces esos movimientos sociales de apoyo a las prostitutas, las propias declaraciones de éstas, aquí y en otros países, abiertamente favorables a la regulación de sus derechos y obligaciones, las crecientes manifestaciones de su ejercicio autónomo sin que nadie les imponga régimen coactivo alguno? Siempre queda el hábil recurso de atribuirles abusos sexuales en la infancia, trastornos cognitivos, déficit de socialización o situaciones de angustiosa necesidad o dependencia para negarles su capacidad para decidir por sí mismas, relegándolas a la condición de infrasujetos. Es una vía perversa de condenarlas a la invisibilidad social.

Y si la realidad se impone y llega a demostrar que la ausencia de libertad en la prostitución no es más que un dogma, un presupuesto ideológico que los escasos datos con que se cuenta desmienten, entonces queda el recurso a la dignidad del género. La prostitución aun libre es degradante para la mujer porque la convierte en instrumento de uso del hombre, rebajándola a la categoría de objeto y consolidando la inferioridad de la condición femenina en todo el mundo. El viejo discurso de la inmoralidad deja paso al de la violencia de género. La Mujer (en mayúscula) sustituye a las mujeres reales en este imaginario feminista. El Estado, en consecuencia, no puede regular algo que es intrínsecamente degradante para la Mujer (otra vez en mayúscula).

No hay más que adentrarse en la literatura feminista de los últimos años para comprobar que ésta no es la voz unánime de las mujeres. Hay todo un sector del feminismo contemporáneo que apuesta por la construcción de una identidad de la mujer como sujeto -no deficitario, no sometido- en busca del reconocimiento y del respeto de su alteridad y de la conquista de espacios que garanticen su libertad y autonomía personales. Que piensa que la insistencia en victimizar a la mujer en sus relaciones con los hombres traduciendo cualquiera de sus diferencias en pura dominación es una simplificación de las relaciones de género. Que entiende que hay otras construcciones sociales, entre las que se cuenta la sexualidad, que merecen ser repensadas en clave distinta al reduccionismo propio del todo-poder de los hombres sobre las mujeres. Que rehúye asumir el estatus de empresarias de la moral colectiva estableciendo lo que está mal o bien en las complejas relaciones entre los sexos. O que renuncia a confiar al Estado y al derecho la solución de todos sus problemas.

Traduciendo ese ideario feminista al actual debate acerca del futuro de la prostitución libremente acordada entre adultos, la perspectiva es otra bien distinta. Lo que está en juego, en un momento tan decisivo como éste en que se discute su regulación legal, no es esa dignidad abstracta que confiere y supuestamente impone el género, sino la dignidad concreta de las mujeres -y hombres y travestis, por cierto- que libremente deciden ganarse la vida con el trabajo del sexo y reivindican el reconocimiento de su existencia como sujetos de derechos. Criminalizando su entorno y sus relaciones no se les protege, sino que se les oculta en la subcultura de lo desviado, garantizando su victimización. La prohibición crea estigma, aislamiento y mayores dosis de vulnerabilidad e indefensión para sus supuestos beneficiarios.

Pero, además, ¿cuál es la prostitución que se quiere abolir desde el Estado? ¿La callejera, la de los burdeles y los clubes, que son sus formas más visibles? ¿O se busca desmontar el mercado de la pornografía, las cabinas, las líneas eróticas, los anuncios y reclamos de servicios relacionados con el sexo? ¿Dónde fijar la línea de lo indigno y lo degradante? Seguramente sería preferible reservar las fuerzas para intentar erradicar la prostitución forzada, que es hoy una de las formas más graves y persistentes de violencia de género. Para ello no se precisan nuevas leyes, que ya hay bastantes; es suficiente con un buen uso judicial y político de las que tenemos. Favorecer la transparencia en el mercado de la prostitución y garantizar condiciones de legalidad para quienes denuncien prácticas de explotación sexual puede ser un buen comienzo.

María Luisa Maqueda Abreu es catedrática de Derecho Penal de la Universidad de Granada.

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