Paredes que hablan de pintura
Diseminando manchas de color por el suelo o por el techo, este joven pintor costarricense invade cromáticamente el espacio disponible con todos los medios a su alcance, entre los que también están los formatos convencionales, si bien éstos con una mixtura de pintura y dibujos realizados con rotuladores. Hay frescura, candor y mucha imaginación en este campo expandido de lo pictórico, que, por un lado, se emparenta con las máquinas decorativas barrocas, que retrepan por los muros y las bóvedas de los viejos palacios, pero, por otro, evoca el mundo intimista y concentrado de Paul Klee. Esta libertad para desenvolverse pictóricamente sin ataduras, ni prejuicios, que practica Federico Herrero, está en sintonía con lo que resta hoy del antiguo oficio, pero solapando la ironía a ese dejarse llevar por la fantasía personal. En estos sutiles resquicios hay que buscar hoy un arte, que rehúye toda declamación contundente, aunque aproveche sus retales raídos, como despojos del tiempo. Por lo demás, Herrero proclama su origen mediante un talento natural para el uso exuberante del color o del multicolor. Sus manchas cromáticas no salpican los muros con desorden, lo cual le da un aire como a los discos cromáticos simultaneístas de Delaunay, entre la irradiación espontánea y la plantilla. Este malabarismo juguetón transmite al espectador una sensación de alegría, que no sólo es efecto de la viveza y la vistosidad de sus colores planos superpuestos, sino del dinamismo que contagia a su mirada, que va, con sorpresa, de un lado a otro de la galería, fijándose en una esquina del techo, cuando no se percata de que se está pisando una mancha en el parqué. A través de estos vericuetos, uno se topa con el peculiar mundo de Herrero, pero no sin que la mirada se haga consciente de la pintura que la circunda.
FEDERICO HERRERO
Galería Juana de Aizpuru
Barquillo, 44. Madrid
Hasta el 23 de abril
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