Manifiesto
Perdónenme, pero esta columna no va a tratar sobre el esperado principio del fin de ETA. En nuestra hispánica tendencia al manifiesto no hay columnista que parezca tener derecho a ser considerado como tal si no tiene en su haber su artículo sobre el Estatut, otro sobre la definición del Estado, el levantamiento de fosas, la II República, la memoria histórica, la transición, la república o la monarquía, la relación con el islam, la paridad en los cargos públicos, el laicismo, el matrimonio gay, las células madre. Se diría que estamos frente a la pantalla del ordenador esperando a que la agenda política saque una bola del bombo, nos indique el tema y grite el consabido preparados, listos, ya. A partir de ahí nos ponemos todos a escribir. Claro está que esto es un deber para los analistas políticos de cada medio, pero la pregunta es, la pregunta que me hago a mí misma ahora: ¿Por qué todos los demás sentimos ese deber de expresar continuamente cuál es nuestra posición? Es lógico que una noticia como la de la tregua permanente de una banda terrorista que ha envilecido la convivencia de treinta años de democracia afecte al pensamiento y al corazón de cualquier ciudadano. Pero cabría preguntarse si el lector necesita saber cuál es el nivel de alegría que vive el columnista, o qué piensa hoy mismo el columnista sobre las posibles negociaciones, cesiones, acercamiento de presos y legalización de ilegalizados partidos, o qué opina el columnista sobre los que sienten una esperanza llena de cautela. No sería peregrino pensar que esta obligación que nos hemos creado de hacer partícipe al público nuestra opinión inmediata sobre cada vaivén político venga de la necesidad de dejar claro en cada momento con qué equipo estamos jugando. Si jugamos con un equipo, debemos estar siempre a la defensiva y atacando. Si nos callamos, cooperamos con el enemigo, no cabe decir que nuestra opinión no está del todo formada, eso sólo lo diría un cobarde o un colaboracionista. La sensación es que en vez de artículos acabamos firmando manifiestos que nos sitúan a favor o en contra. Y es francamente cómodo, se lo aseguro, porque no importa que no estemos aportando ninguna información interesante, ni importa que hagamos el esfuerzo de buscar un punto de vista inesperado. Lo único que parece movernos es una especie de principio de adhesión inquebrantable.
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