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Del Estatuto catalán al vasco

De todos es sabido, aunque olvidado por algunos políticos catalanes, que el presidente Maragall fue el decisivo inductor de un cambio radical en la política del Estado español, pilotado desde el principio con hábil firmeza por el presidente Zapatero. Pese a los desencuentros coyunturales a que se han visto obligados por culpa de las insidias interesadas de sus respectivos rivales, ambos líderes socialistas mantienen, impávidos, la tensa cuerda que les une. Los resultados evidentes de su común proyecto de un mayor autogobierno territorial van a dar pronto frutos de toda índole, nacidos de éxitos como el acuerdo sobre Cataluña y el alto el fuego etarra.

El nuevo Estatuto catalán es ya un modelo para el andaluz y los que vengan, incluidos los de las regiones gobernadas por el PP. Es un referente, de mínimos si se quiere, para Euskadi. La imparable catalanización de la fortalecida estructura autonómica del Estado obligará, sin duda, a una reforma constitucional de mayor calado federalista a partir de la del Senado, lugar de encuentro, debate y participación en la política estatal de todas las comunidades autónomas. Así, la progresiva pérdida de competencias del Estado español a favor de la Unión Europea se compensará por la flexible solidez de una red solidaria de nacionalidades (o naciones) y regiones autogobernadas que, por cuanto son Estado, sostendrán a un Gobierno central cada vez menos actuante. Esa permanencia viva de la nación española la califica el señor Rajoy, con notoria incultura jurídica, de despedazamiento de España en una "confederación de estados", pues confunde Estado con Gobierno central y un Estado federal (siempre uno) con la mera alianza entre varios. El líder del PP sigue clamando que hablar de Cataluña como nación es reconocerle carácter de Estado soberano, pero ocurre que en el Estatuto anterior y en el nuevo no se habla para nada del Estado nación ni de soberanía, sino de nacionalidad, término empleado tanto en el artículo 2 de la Constitución como en el primero del Estatuto de 1979 y que todos los constituyentes y la doctrina constitucional al completo consideraron sinónimo del de nación. Por tanto, ni afecta a la soberanía estatal ni a la distribución de competencias. Nada ha cambiado, pues, en un tema que no tiene trascendencia jurídica y que sólo merece un valor simbólico muy respetable. Por cierto y por paradoja, valor poco respetado por los nacionalistas catalanes cuando lo esgrimen en su rivalidad para quitarse unos a otros votos emocionales. El señor Mas pretende marcarse el tanto de que, por primera vez en la historia, se ha introducido la palabra nación en un Estatuto catalán, cuando su sinónima ya figura en el actual. Y el señor Carod (al que deseo sinceramente buena salud) se atreve a decir no a un texto que reconoce como mejor que el vigente en el 85% porque en su primer artículo no aparece la sagrada palabra, convirtiendo, como Artur Mas, la semántica en fetichismo y en excusa para desmarcarse de CiU. Los nacionalistas españoles y catalanes coinciden en la misma estrategia retórica, dificultando que la nación real, o sea, los ciudadanos, gocen de un mejor autogobierno mediante un buen Estatuto como el acordado en las Cortes españolas.

Otros frutos del éxito de Rodríguez Zapatero en el asunto catalán y en la declaración etarra son la autoridad alcanzada y el apoyo logrado de partidos políticos y futuros votantes. Se acabaron las burlas con el talante, porque el PP ha de cambiar el suyo, maledicente y mendaz. Se acabó jugar con las víctimas del terrorismo, expulsar de la democracia a los nacionalismos radicales, decir que se rompe España y otras patrañas. El modelo catalán, en la medida en que sea aplicable a Euskadi, asegura el respeto a la Constitución, a la legalidad y a sus procedimientos. Retornar la antigua Batasuna, bajo el nombre que sea, a las instituciones democráticas es seguir el ejemplo de ERC y conducir el independentismo al libre debate y al dictamen de las urnas. Ahora bien, la experiencia catalana pone en aviso a los partidos nacionalistas de Euskal Herria sobre los errores que pueden impedir un pronto y mejor Estatuto. El PNB no puede jugar a un nuevo plan Ibarretxe ni EA y Batasuna confundir autodeterminación o derecho a decidir con algo que es diferente: el reférendum previsto para la reforma del Estatuto de Guernica. Menos aún pueden aspirar a la llamada "territorialidad" como Estado independiente, pues por esa pretensión aterrorizó ETA 40 años. Otra cosa sería una eurorregión transpirenaica como la liderada por Pasqual Maragall en el Mediterráneo. En todo caso, siempre decidirán vascas y vascos su futuro político. Eso es lo importante y el verdadero sentido de la palabra autodeterminación. En cuanto a la palabra símbolo, los vascos no hablan nunca de nación, sino de Pueblo, con mayúscula. En democracia no puede tener sentido étnico, sino de ciudadanía, como recuerda el presidente del PNV, Josu Imaz. No debe haber la misma utilización emocional que en el caso catalán de una cuestión sin trascendencia política ni jurídica, pero fácilmente manipulable en interés partidista.

Algo más puede conseguir el presidente Zapatero, una vez domesticado en lo posible el PP y con una CiU, halagadora y coqueta, que aún aspira a formar pareja con el PSC: lograr que ERC colabore con él en el proceso de paz en Euskadi. Si el señor Carod Rovira hace unánime el al Estatuto fraguado entre el socialismo y Cataluña, aunque prefiera otro, hará como Macià en 1932 y Heribert Barrera en 1979: decir por patriotismo, por amor a la nación catalana. Será ejemplar para el independentismo vasco. Su figura puede ser vista ahora como la de un llanero solitario que colaboró por su cuenta y riesgo con el proyecto de Zapatero de inducir a ETA a abandonar la lucha armada y consolidar una larga paz.

J. A. González Casanova es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona.

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