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Reportaje:

La curiosidad infinita

La donostiarra Esther Ferrer ha logrado desde su autodidactismo convertirse en un referente de la vanguardia artística

La curiosidad infinita de Esther Ferrer (San Sebastián, 1937) le ha llevado adonde está: ese lugar que pocos alcanzan en el mundo del arte y en el que confluyen vanguardia creadora, honestidad personal y reconocimiento público. Así lo muestra su presencia en la Bienal de Venecia o en cualquier exposición que se precie sobre lo realizado en los últimos cincuenta años. "En aquella San Sebastián de posguerra, de ambiente cultural pobrísimo, no nos perdíamos una: los conciertos matinales en el Victoria Eugenia, las pocas exposiciones que se preparaban, el teatro amateur, las películas en Francia... Veíamos todo, fuera lo que fuera", recuerda.

Con Esther Ferrer, un reducido grupo de inquietos jóvenes donostiarras. Además de su hermana gemela Matilde -por cierto, ésta sí realizó estudios artísticos; Esther, no, es licenciada en Ciencias Sociales y Periodismo-, también acudían a estos pocos actos, Sistiaga, Zumeta, Aramburu, Barrenetxea y otros que pertenecían a la Asociación Artística de Guipúzcoa, que presidía el pintor Amable Arias. "Y también estaba Oteiza, el mentor ideal. Pero quizás fuera Arias quien tenía una mayor ascendencia, por su personalidad fuera de serie. Tenía rigor intelectual y una gran capacidad para contar, con lo que sus intervenciones eran las más brillantes", cuenta Esther, que sitúa en la "curiosidad infinita" el motor que les hacía moverse en aquel desierto cultural.

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"Pasábamos a Francia a ver películas, porque no había censura. Pero, en cuestión de costumbres, los vascofranceses eran conservadores a morir, mucho más que nosotros, claro, porque en España era el país el que era conservador, no sus jóvenes. Y también íbamos a Madrid en auto-stop para ver exposiciones". A principios de los sesenta comienza a poner en marcha algunas de sus consideraciones artistico-pedagógicas, junto con José Antonio Sistiaga, en el Taller de Libre Expresión en la capital donostiarra. E esta experiencia siguió la Escuela Experimental en Elorrio (Vizcaya), para la que tuvieron la ayuda de Oteiza. "Tratábamos de despertar el interés por un asunto y, a partir de ahí, íbamos desarrollando explicaciones sobre todas las materias. A los niños no se les enseña a pintar, se les deja pintar".

Se comprende que, en 1967, el Opus Dei expulsara de su universidad en Pamplona a esta estudiante díscola, que todavía no tenía clara su futura andadura artística. Su camino se entreabrió ese año, cuando el grupo Zaj, que iba a ofrecer un concierto en el Museo de San Telmo, solicita de los artistas donostiarras una colaboración. "Fue Sistiaga, el individuo con más curiosidad que he conocido, el que me convocó para realizar una acción -entonces no se llamaba performance-, y Juan Hidalgo y Walter Marchetti, los integrantes de Zaj, me dijeron que les había interesado la manera en la que había intervenido".

El siguiente paso fue el encuentro con John Cage. "Ya habíamos escuchado sus discos, que había traído a San Sebastián alguienque había ido a Nueva York, porque en España o en el sur de Francia era imposible comprar música de vanguardia. Cage es una de las personas que me ha enseñado a escuchar el mundo de otra manera", dice. En la trayectoria artística de Ferrer hay una intensa labor de trastienda, que es la que produce la aparente espontaneidad con la que han sucedido las cosas desde aquel 1967 en San Telmo.

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El compositor norteamericano es fundamental en su formación autodidacta. "Hoy quizás no se interpreta su música como antes, pero su obra es capital en la historia del arte: él introdujo la no música en la música. Llegará su redescubrimiento, porque Cage es el padre o el abuelo de todo lo que se compone ahora, toda esa música electrónica que está ahí, en la que se introducen sonidos ajenos, ruidos, etc. Y luego está su influencia filosófica", explica. Con Cage, se ahonda el interés de Esther Ferrer por el anarquismo, "la única utopía que me interesa, en el sentido positivo del término, porque es un fermento de transformación".

Y también llega la marcha de una España que, en 1973, no era un país hecho para gentes como Zaj. Un año antes, Cage había participado en los famosos Encuentros de Pamplona, que marcaron un antes y un después en la evolución del arte vasco. Allí estaba, por supuesto, Esther Ferrer. "Entonces, [Cage] nos invitó a dar una serie de conciertos por Estados Unidos y Canadá, una gira intensa por universidades y centros de arte, desde Nueva York a Berkeley [California]. A la vuelta, me instalé en París y hasta hoy".

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