El fantasma de Adriano
Un espectro recorre los estadios italianos. Se llama Adriano Leite Ribeiro y no mete un gol ni a tiros. Convertido en el fantasma de sí mismo, acosado por una jauría rival, Adriano resopla, empuja, cae, se levanta, vuelve a intentarlo, y así pasa un partido, y luego otro, y otro. Lleva tres goles este año, tres goles facilones contra dos adversarios facilones, Cagliari y Sampdoria. El gol se le ha olvidado.
Adriano no es un bluff. Quien le vió jugar cuando era Adriano, no su fantasma, sabe lo que vale. Sufre, sin embargo, de dos males graves: uno, la ansiedad por jugar; dos, la ciclotimia. Un delantero no tiene por qué entender el juego. Es probable que la mayoría de los medios aficionados sepan más que Hugo Sánchez, Muller o Romario. A un ariete le basta el instinto porque en su oficio no se piensa, se actúa: hay que adivinar por dónde llegará el balón y soltar el cuerpo e ir en busca del gol. Hacen falta un pie exquisito, una coordinación sobrehumana, una cabeza a prueba de porrazos y un punto de maldad; para pelotear están los otros.
Cuando Adriano no encuentra la portería, se empeña en ir para atrás. Eso dice mucho de su pundonor, pero no sirve de nada. Dar un pase en corto en el círculo central sin tener un plan en la cabeza es como pintar un palote sin saber que es una i. Y mientras está detrás no está delante, vagueando a la espera de un rebote, como hacen los arietes en sus días tontos. Tampoco le salen ya aquellas cabalgadas de 40 metros, porque cuando llega al área dispara contra el línier. Cuanto más falla, más se desespera y más penoso resulta verle bufar, como una ballena que gime y busca una vía de fuga mientras la despedazan los cachalotes.
Cuando le salen las cosas parece el jugador total, el concepto platónico del futbolista. Cuando le salen mal, hace lo necesario para que le salgan peor. Su ciclotimia no es nueva. El Inter lo compró al Flamengo en 2000, con 18 años, y se lo llevó a un Trofeo Bernabéu para exhibirle. Dado que hablamos del Inter, fue cedido al Fiorentina. Al año siguiente se interesó por él el Parma, que gastó en el sueldo de Adriano sus ahorros. Fue Sacchi, por entonces director deportivo del Parma, quien se empeñó. "Espero no equivocarme", dijo Sacchi, "porque es un fenómeno, pero hace cuatro meses que le sigo y hace cuatro meses que juega asquerosamente mal".
Adriano se recuperó, salvó al Parma y volvió al Inter. Con algún pequeño bache, había funcionado gloriosamente bien hasta ahora. Hizo a la afición regalos de los que no se olvidan, como cuando fue a Brasil para enterrar a su padre, volvió, fue casi directamente del avión al campo y arrasó. Demasiado hermoso para ser eterno.
Su entrenador, il bello Roberto Mancini, habla de "problema psicológico". Lo es. Si Adriano se sometiera a un psicoanálisis, el bloqueo quizá se resolviera en cuanto se nombrara a Zico. Zico fue el ídolo de Adriano y sigue siéndolo. Alguien debería decirle a Adriano que, aunque tire las faltas casi tan bien como Zico, no trabaja de capitán general, sino de infante de asalto, y que no debe obsesionarse con el fútbol. Debe convencerle de que basta esperar. De que lo suyo es tener paciencia, como los predadores o los vendedores de seguros.
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