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Columna
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Un debate político con muchas lagunas

Aliviados del caos fallero, recuperamos el pulso habitual, que en el orden mediático y político, tanto en la capital como en el resto del País Valenciano, equivale por lo general a reincidir sobre unos mismos asuntos, que a menudo ni siquiera coinciden con los que más preocupan al vecindario, como son la inmigración, el desempleo o la seguridad ciudadana, si hemos de creer la última encuesta de opinión del Centro de Investigaciones Sociológicas. A poco que observemos con alguna curiosidad aquello que se publica y divulga constataremos que los temas estelares, sumariamente descritos, son el macro-urbanismo y la corrupción política, que no es lo mismo aunque con frecuencia se solapen ambas áreas y sus protagonistas.

Lo cual, por más restrictivo que nos parezca, expresa, con todas las excepciones del caso, el desvaído color y calor del debate político, que así dicho no es más que un eufemismo del discurso que respectivamente desgranan los dos partidos mayoritarios, decimos del PP y PSPV. Da la impresión de que, fatigados por las disputas en torno al agua y los ocasionales rifirrafes acerca del tren de alta velocidad, sus energías y eventuales propuestas se reservan para el tramo final de la contienda electoral, que se diría no haber cesado a lo largo de la legislatura autonómica, lo que es un despilfarro de tiempo y sueldos. En realidad, más que política y soluciones a los problemas se nos suministra un placebo, una imitación salpicada con desahogos demagógicos.

No vamos a caer en la tentación -pero tentados estamos- de endosarle la culpa a la llamada clase política, aunque le incumba la mayor parte de la responsabilidad. En realidad, es el conjunto de la sociedad, mediante sus tribunas y tribunos cívicos -patronales, cámaras de comercio, universidades, sindicatos, etcétera-, la responsable de este secuestro del debate, o de sus muchas lagunas. Pero resulta obvio que habrían de ser los partidos políticos, y particularmente los hegemónicos, los que sacudiesen las perezas y el meninfontisme social. Pero ya se ve cuán chato y retórico es su discurso. Algunas notas ilustrarán cuanto decimos.

Consideremos el nuevo Estatuto reformado. Al margen de sus bondades o déficit, nos lo han servido después de cocinado entre bambalinas y tutelado con mando a distancia. Ha sido lo más parecido a una carta otorgada que no nos concernía a los ciudadanos. Tampoco ha de sorprender que se haya recibido con indiferencia. Ajenos a su elaboración hemos dado por buena, incluso brillante, la "cláusula Camps", esa que viene a decir "nosotros como el que más", una fórmula parasitaria -pues se condiciona a las reivindicaciones de los otros-, jurídicamente inane y reveladora de la falta de horizonte autonómico propio. Con un gramo de vergüenza torera no puede juzgarse más que de mortificante.

Pero las aludidas lagunas del debate político y social se proyectan sobre otros capítulos decisivos como son el modelo territorial, que nunca se ha abordado, por más que abundemos en el urbanismo acelerado, sus gracias o desmanes. O la inversión en investigación y desarrollo, que solemos evocar como un objetivo apremiante que se aplaza de una a otra legislatura sin ahondar en qué se postula cuando sacamos a relucir este asunto. Quizá porque homologamos exclusivamente nuestro futuro y bienestar con la salud del turismo, que tampoco es objeto de la necesaria prospectiva y reflexión. Con otras palabras: lo que nos mola es la retórica y acogernos a la providencia.

Podríamos concluir que esta atonía o desentendimiento de los grandes retos pendientes tiene la ventaja de que no se pone en evidencia la indigencia mental de la clase política, la gobernante y su principal opositora. La oquedad se disimula con el puro y duro electoralismo, corolario de ramalazos furiosos y cálculo. Todo lo cual puede agravarse a medida que nos aproximemos a los comicios. O lo que es igual: seguiremos dándole caña a la corrupción y a los delirios urbanizadores, que, repetimos, no es lo mismo, pero sí muy parecido.

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