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¿España invertebrada?

En la presente encrucijada política parece casi inexcusable repasar el conocido libro de Ortega y Gasset España invertebrada con la esperanza de encontrar allí explicaciones, soluciones o respuestas. Aunque publicado hace 85 años, el libro contiene muchas ideas que han hecho fortuna, como la celebrada afirmación de que las naciones surgen por "un proyecto sugestivo de vida en común". En España la tensión integradora, según Ortega, se habría mantenido hasta las postrimerías del mandato de Felipe II, el final de cuyo "reinado puede considerarse como la divisoria de los destinos peninsulares. Hasta su cima, la historia de España es ascendente y acumulativa; desde ella hacia nosotros, la historia de España es decadente y dispersiva. El proceso de desintegración avanza en riguroso orden de la periferia al centro". La descripción resulta ominosamente premonitoria.

Nunca queda totalmente claro cuál sea ese proyecto sugestivo de vida en común que aglutinó a los españoles en los siglos XV y XVI y que dejó de hacerlo a partir de entonces. Parece sobreentenderse que fue la hegemonía mundial y la defensa de la religión católica, pero, añado yo, el factor económico fue muy importante. La derrota de la Armada y, por ende, de Flandes, mostró que España iba camino de la ruina, que llegó medio siglo más tarde. La ruina y la derrota son grandes dispersoras. En 1580, cuando España parecía estar en la cumbre de su poderío y la plata fluía a raudales desde América, Portugal aceptó unirse al proyecto sugestivo. En 1640, con España postrada, la plata ya escasa, y tratando el Conde-Duque de Olivares de aumentar la presión fiscal, Portugal se independizó; Cataluña también, aunque por corto tiempo.

No puede pretenderse que hayamos dado con una ley histórica, sin embargo: Inglaterra perdió a sus 13 colonias atlánticas cuando era ya la primera potencia en el mundo. Evidentemente, también los ricos pueden ser víctimas de las fuerzas centrífugas.

Otra excepción al determinismo económico la encontramos en la España actual. Tras el desastre del 98 se dio el primer paso hacia la disgregación del territorio peninsular con la aparición de los nacionalismos separatistas en Cataluña y el País Vasco, lo que Ortega llamaba "catalanismo y bizcaitarrismo un rumor incesante de nacionalismos, regionalismos, separatismos...". Y se preguntaba, y nosotros con él, "¿por qué?".

La pregunta es tanto más pertinente cuanto que hoy sabemos que "en torno al 98" la sociedad española inició un proceso notable de desarrollo económico. Tras la Guerra Civil y los 36 años de dictadura, los nacionalismos periféricos reaparecieron, pero las diferencias eran ahora más llevaderas: el país se había desarrollado mucho al final de la dictadura franquista, y además había un proyecto sugestivo de vida en común: el restablecimiento de la democracia y la incorporación plena de España a Europa y al mundo. Se pactó un marco estatutario para regiones y nacionalidades que al principio contentó a todos. El proyecto sugestivo se cumplió con éxito indudable: la España democrática ingresó en la Unión Europea y además experimentó otra etapa de impresionante crecimiento económico. Los economicistas diríamos que todos debieran estar satisfechos de lo logrado, incluso orgullosos de una ejecutoria tan brillante. Sin embargo, no es así. ¿Cómo se explica que la convivencia entre comunidades sea hoy más difícil que hace una generación, siendo todos hoy más ricos y habiendo cumplido con creces los objetivos trazados?

Tanto más difícil es de comprender el apoyo popular a los nacionalismos cuanto que, por usar una expresión vulgar, para el ciudadano medio siempre será mejor ser cola de león que cola de ratón. Se comprende que los políticos quieran ser cabeza de ratón (siempre gusta ser cabeza de lo que sea), pero también es natural la relativa tradicional indiferencia ciudadana ante los nacionalismos.

Se ha repetido mucho (sobre todo en Cataluña y el País Vasco) que la responsabilidad es de Aznar por su intransigencia. No es verosímil. Atribuir a la cerrazón de José María Aznar la exacerbación de los nacionalismos periféricos equivale a afirmar que nada se puede hacer para contrarrestarlos: si se cede ante ellos, logran sus objetivos; y si se les resiste, se exacerban tanto que hay que acabar cediendo también. Todos los caminos políticos conducirían a la Roma nacionalista. Esto sólo convence a los convencidos.

Más justo sería atribuir la responsabilidad a Franco, que identificó la dictadura con el centralismo lo cual, por la ley del péndulo político, provocó que en el posfranquismo "España" se convirtiera en un término de oprobio que muchos hasta se negaban a pronunciar. Así, frente a un nacionalismo español que se emparejaba con la tiranía, cualquier otro nacionalismo parecía admirable. Y a estos nacionalistas angelicales se les dio la vara alta en sus respectivas comunidades y, en especial, se les entregó el sistema educativo y los medios de comunicación. Hicieron buen uso de ellos: una generación más tarde el nacionalismo y sus mitos son la ideología predominante en las respectivas comunidades.

De aquellos polvos vinieron estos lodos. El haber dejado la educación y la información en manos de los gobiernos nacionalistas durante la transición es la explicación más evidente del reciente triunfo de los partidos de este credo en Cataluña y el País Vasco, y vamos camino de que se produzca el mismo efecto en otras comunidades. La única explicación de este imperdonable error cometido por los protagonistas de la transición es el haber reaccionado visceralmente ante el nacionalismo violento, autoritario y chabacano de la dictadura franquista. Es muy pobre justificación. No cayeron en que todos los nacionalismo son en esencia iguales. Hoy quizá sea ya tarde. Decía Ortega que era "desventura de España la escasez de hombres dotados con talento...". Lo más grave es que estos hombres escaseaban cuando escribía Ortega, escasearon en la transición, y siguen escaseando ahora.

Gabriel Tortella es catedrático de Historia Económica en la Universidad de Alcalá.

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