La fiesta y la murga
Luciente casco, coronado por la silueta del dragón alado; escudo con las cuatro barras de la antigua Confederación catalano-aragonesa: prueba inequívoca de que los conquistadores del antiguo Reino de Valencia llegaron desde Transilvania; vistosamente ataviado con prendas medievales, y a la grupa de un jamelgo con visos de rocín, enjaezado para la ocasión, recorría el alcalde de La Vall d'Alba las calles de la capital de La Plana el tercero de los sábados de Cuaresma. El munícipe principal, y vicepresidente de la provincial Diputación que preside Carlos Fabra, desfilaba disfrazado de Jaume I el Conqueridor en el festivo Pregó de la Semana de la Magdalena. Un detalle popular y populista que embriagó de emoción a los espectadores, y un detalle que les hizo olvidar a esos mismos espectadores que en La Vall d'Alba, bastión de Francisco Martínez, a su vez bastión de Fabra, llueven las inversiones absolutamente necesarias, e imprescindibles, como las que convierten el dinero en una plaza de toros; las pesetas en una ermita de nuevo cuño con imágenes pictóricas que recuerdan al propio alcalde y a su jefe en la Diputación; los euros en un paseo de palmeras, émulo de Montecarlo en el secano valenciano. Todo muy medieval y aleatorio como los disfraces populistas, o los polémicos precios que se pagaron por terrenos agrícolas recalificados y convertidos en industriales. Pocos municipios han cambiado tanto, y de tan vertiginosa forma, como La Vall d'Alba durante la égida de la derecha conservadora, y omnipresente por estos lares y en estos tiempos modernos de disfraces.
De desarrollo y progreso, tildan sus protagonistas a estos tiempos de disfraces. Y embaucado con el disfraz de Jaume I de Martínez, el espectador evoca con mente fría los Tiempos Modernos de Sir Charles Spencer Chaplin, la sátira genial del sistema del progreso con la imagen del operario extenuado por el vertiginoso ritmo en las cadenas de montaje industrial; de la alienación del vecindario entre tanto avance con ermitas, palmeras, plazas de toros y dinero fluido procedente de terrenos agrícolas. Y entonces, el disfraz del vicepresidente de la provincial Diputación y bastión incondicional del presidente de la misma, se convierte en uno de esos inolvidables gags del genial actor y humorista británico, gags o chistes de situación, no exentos de amargura y acidez.
Aunque no se detiene la fiesta en el disfraz, porque continúa con murga y charlotada. Una murga, como sabe el vecindario, es un grupo festivo y carnavalesco, especializado en satirizar la realidad social, política e individual del entorno; la charlotada es un espectáculo taurino bufo, que le debe su nombre al londinense Charles Chaplin: Charlot fue apodado un torero bufo de los páramos hispánicos que remedaba con su vestimenta y actitudes al humorista inglés. Por extensión, se ha venido en llamar charlotada a cualquier actuación pública, o colectiva, grotesca y ridícula. Y ya dirán ustedes, vecinos, cómo se ha de denominar con corrección festiva el grotesco asunto político social que relacionó, y relaciona, a un productor de fitosanitarios, para matar pulgones, con el presidente de la provincial Diputación, y jefe de filas del Jaume I el Conqueridor del Pregó. El pordoquier conocido caso Fabra, dejando a un lado la seriedad política y la responsabilidad política que comporta, no es más que una charlotada, con gags o secuencias iniciales, supuestas aunque verosímiles, relacionadas con faldas y pecados de la carne; y con secuencias o gags actuales en forma de murga y música con textos del denunciante del caso, el empresario Vicente Vilar. Destrozando pentagramas y semicorcheas, circulan unas grabaciones musicales que tienen más que ver con una mala murga que con la canción protesta; más con un grotesco esperpento que con una denuncia seria. Flaco servicio festivo le ha hecho la musiquilla a Carlos Fabra, que ya ha interpuesto una demanda civil, al gerente de los fitosanitarios, de un millón de euros. Que continúe la charlotada en estos tiempos festivos de disfraces.
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