Un viaje por la Vega Baja
¿Ha viajado usted, amigo lector, recientemente por la Vega Baja? Si no lo ha hecho, se lo recomiendo. Ahora, con la entrada de la primavera, es una época excelente. No tome usted, para hacerlo, ninguna carretera principal, pues se perdería buena parte del encanto que le deparará el viaje. Es preferible dejarse llevar por el azar y perderse por ese laberinto de minúsculos caminos que enlazan unas poblaciones de la Vega con otras. Vaya por San Fulgencio, Catral, acérquese hasta Dolores o Rojales, no olvide visitar Almoradí y baje después, despacio, demorándose, hasta la costa. Si abre bien los ojos a cuento sucede a su alrededor -y los apresurados automovilistas que pasan veloces junto a usted se lo permiten- asistirá a un espectáculo fascinante: la sustitución de un paisaje milenario por la construcción. Donde hasta hace unos años, crecían naranjos y estupendas hortalizas, encontrará ahora edificadas miles de viviendas, asombrosamente iguales. Desaparece una época; comienza otra. El cuadro -yo lo he visto- es fabuloso.
Los alcaldes se descubrieron con el cuerno de la abundancia entre las manos
Si dispone de tiempo, deténgase en alguna de las poblaciones principales. Pasee por sus calles, entre en los bares y observe despacio a los clientes, muchos de ellos extranjeros. Pero, sobre todo, entreténgase en contar el número de oficinas bancarias e inmobiliarias que aparecen a su paso. Si es persona de olfato, advertirá enseguida ese olor especial que produce la economía al fermentar. Sí, aquí hay dinero, mucho dinero. Pero no es, como antaño, un dinero que permanezca quieto, guardado bajo el colchón o que viaje a Madrid para quedarse en algún banco o negocio de la capital; al contrario, este de hoy corre alegremente de mano en mano y, por cada bolsillo que pasa, deja, generoso, algunos euros. De ahí, la cara de satisfacción que presentan la mayoría de quienes se cruza por la calle. ¿Lo ha percibido usted? Desde que los extranjeros decidieron huir de sus brumosas tierras y comprarse una casita en España, la Vega Baja entró en ebullición.
Al principio, lo hizo con lentitud, un poco forzada por el agotamiento de la agricultura, que ya no daba de sí salvo en las explotaciones industriales. Pero en cuanto llegó el euro y el dinero no encontró fronteras, el negocio explosionó y las tahúllas cambiaron rápidamente de dueño. Al cambio de propietario seguía, indefectiblemente, el cambio de uso. La Ley Reguladora de la Actividad Urbanística, la famosa LRAU que tanta nombradía nos ha dado en Europa, era la levadura que necesitaba el pastel para un perfecto horneado, de modo que los PAI y los PAU se sucedían, mientras los ayuntamientos no cerraban jamás la caja registradora. De la noche a la mañana, los alcaldes se descubrieron con el cuerno de la abundancia entre las manos y lo usaron con prodigalidad. ¿A quién podía importar que en El Dorado se produjese, de tanto en tanto, alguna irregularidad?
En este cuadro, que acabo de dibujar un tanto apresuradamente, situemos ahora a José Manuel Medina, el alcalde de Orihuela al que acaba de imputar el fiscal anticorrupción. ¿Verdad, amigo lector, que el personaje no desentona? Y es que Medina es un hombre de frontera, como tantos de los empresarios que han surgido estos años en la Vega Baja. Gentes emprendedoras, sagaces, de acción rápida, que olfatearon muy pronto en qué dirección soplaba el viento del negocio y se pusieron a trabajar. En un paisaje donde se obtienen plusvalías de millones de euros por la venta de unos terrenos, o la recalificación de unas hectáreas, ¿no es natural que la conciencia se torne un poco laxa, que se confunda el perfil de las leyes, y estas se vuelvan más difusas?
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