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Columna
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La inmolación

Toda persona tiene su particular universo de fetiches culturales. Y entre aquellos del que escribe se halla una película alemana de 1959, El puente, de Bernhard Wicki. Rodada en blanco y negro, con los medios disponibles en la Alemania de posguerra, Wicki firmó una obra trágica que todos recordaríamos muy bien si nos hubiera llegado amparada bajo las luces narcóticas de Hollywood.

El puente relata la historia de unos muchachos alemanes, en edad de acudir al instituto, que son movilizados en defensa del III Reich durante los últimos días de la Segunda Guerra Mundial. Son destinados a un puente sin valor estratégico. Allí contemplan cómo las tropas alemanas huyen del frente en desbandada, mientras que ellos, incrédulos ante tanta cobardía, aguantan a pie firme, sin mandos que les dirijan, sin preparación militar, sin esperanza ninguna, dispuestos a entrar en combate. El final es previsible: se enfrentan con sus armas de mano a los tanques norteamericanos; incluso matan a un soldado enemigo que, consciente de que son casi unos niños, intenta persuadirlos de que entreguen las armas; al fin, son aniquilados por las bombas de un ejército que se cierne sobre ellos como una sombra irresistible.

El mensaje de la película reside en su denuncia del nazismo y de la capacidad que éste mostró para enajenar al pueblo alemán, pero aún alberga algo más: una extraordinaria meditación acerca del papel de la juventud ante la Historia. El nazismo, como tantas ideologías (como todas las ideologías), necesitó manipular y aprovechar el aliento de la juventud, su entusiasmo, su ímpetu vital. Las ideologías levantan organizaciones donde tienen su lugar los dirigentes, los cuadros intermedios, los escritores doctrinarios, los burócratas. Pero las ideologías necesitan sobre todo de la juventud, y con ella de su sangre generosa, que acaso en algún momento deberá ser derramada por la causa. El puente constituye una sobrecogedora metáfora no sólo de cómo una ideología puede ganarse la confianza de los jóvenes, sino también de cómo estos, a la postre, ven en ella un ideal y son capaces de permanecer leales incluso cuando todos los demás deciden huir hacia otra parte.

Pienso en esto a cuenta de algunas trágicas derivaciones del conflicto vasco. En las movilizaciones del pasado 9 de marzo, brigadas adolescentes, enajenadas por la izquierda radical, vagaban por Euskadi jugando a la huelga general y gritando monótonas consignas. Qué asombrosas certezas políticas e históricas pueden invadir a una criatura de diecisiete años para embarcarse en una jornada de lucha, pero es esa misma juventud la que, enajenada por las mismas certezas, se inmola absurdamente, manipulando artefactos que estallan entre las manos o suicidándose en la celda, cuando se enfrenta a su tragedia personal y comprende que ya no puede engañarse por más tiempo, porque la vida malgastada es irrecuperable y nadie podrá nunca devolverle un solo gramo de todo lo que ya ha perdido para siempre.

En contra de lo que se empeñan los publicitarios, la juventud es la edad más trágica de la vida. Por eso los jóvenes tienden a tomarse el mundo en serio y por eso son también tan generosos. Los demagogos explotan sin pudor esa conmovedora grandeza. Los demagogos llevan siglos expropiando a miles, a millones de jóvenes concretos, el hondo futuro al que tenían derecho, ese futuro que les habría pertenecido de no acceder en algún momento a inmolarse por una u otra causa. Hoy son muchos los jóvenes vascos que se han convertido en asesinos a cuenta de la inmundicia verbal de sus dirigentes. Y lo peor es que a la vez que asesinan a otros se asesinan también a sí mismos, dejándose la juventud en una lucha tan cruenta como inútil.

Esta sociedad debe pedirles cuentas, son responsables de sus crímenes, pero también debe pedírselas a esos vulgares instructores, a esos zarrapastrosos dirigentes, que les llevan a dejarse los mejores años, a veces la vida entera, por una causa cuyo valor no alcanza el de un solo ser humano.

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