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Ser liberal

Francisco J. Laporta

Es tiempo ya de salir al paso de un lamentable estado de opinión sobre el alcance de lo que significa ser o no ser liberal. La creciente distorsión que se va produciendo entre nosotros desde hace algunos años obliga a poner las cosas en su sitio. El verano pasado, por ejemplo, fallecía en Madrid Rafael Termes, figura conocida en la vida bancaria del país y notorio miembro del Opus Dei. Muchas de las crónicas y epitafios que se le dedicaron afirmaron, aunque parezca increíble, que por encima de todo se trataba de "un liberal". No hace tanto tiempo que se ha podido leer en una entrevista a la presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid, Esperanza Aguirre, una suerte de desafío del siguiente tenor: "Que se me diga en qué me he salido yo del ideario liberal". Por no mencionar, claro está, ese estilo impostor de hacer información y opinión que, blasonando también de liberal, podemos escuchar todos los días -¡cosas veredes!- en la cadena radiofónica de la Conferencia Episcopal española. El liberalismo, que no hace tanto tiempo era pecado, ha mutado sorprendentemente hasta convertirse en aliado inseparable del clero. En estos días, y para redondear esta turbia mezcolanza, la convención nacional del Partido Popular ha concluido afirmando que su programa y su trayectoria también pretenden fundamentarse en el liberalismo.

Eso de ser liberal, sin embargo, descansa en algunas convicciones que, con todo respeto, no son ni las del Opus Dei, ni las de los obispos españoles, ni las del Partido Popular. Descansa, para empezar, en una idea central: que el libre desenvolvimiento de la personalidad es parte esencial de lo que es el bien del ser humano, condición necesaria para la civilización, la ética y la cultura. Es la concepción de la persona como artífice de sus propios pensamientos, de sus propios actos y de sus propias decisiones, como dueña de sí misma. El liberal piensa que el diseño de la propia vida es lo que determina la valía fundamental de lo que es un ser humano. Y por ello ha de exigir para toda persona al menos estas cosas: el máximo de libertad, tanto externa como interior, compatible con una igual libertad para los demás, el protagonismo fundamental de las decisiones propias en la trayectoria de cada vida, y el fomento de las facultades básicas de deliberación y elección que hacen esto posible. Y por lo que respecta a la trayectoria moral de los individuos, debe mantener la convicción de que no puede haber ningún mandamiento moral externo que se imponga arbitrariamente a las convicciones que cada uno, en su deliberación racional en libertad, estime como las más adecuadas. En definitiva, debe pensar al ser humano como alguien definido moral y vitalmente por sus propias decisiones, modelador y escultor de sí mismo. La autonomía personal es para el liberal aquello que nos eleva a la categoría de seres morales, aquello que nos constituye como actores en el desarrollo de nuestras convicciones sobre lo que es bueno y lo que es malo. Ser actor de mi vida es lo que me transforma en persona en el sentido moral, lo que me confiere el mérito moral y me hace moralmente responsable. Si fuera un ser pasivo en el que se inducen automáticamente comportamientos y sensaciones, por exitosas o placenteras que fueran, no tendría el más mínimo papel en el universo moral, como no lo tiene la planta que produce flores, por bellas que éstas sean, o el sujeto que es llevado por una fuerza insuperable a realizar una acción buena. Lo que me instala en el universo de la ética es mi condición de ser humano autónomo. Esa convicción es el centro de gravedad de lo que significa ser liberal.

Como es fácil de imaginar, un punto de partida tan poderoso arrastra tras de sí muchas y muy importantes consecuencias. En primer lugar, y por lo que a la vida política se refiere, toda la actividad política y los proyectos de la sociedad se tornan en un gran proceso de deliberación entre personas libres y autónomas que intercambian sus ideas presididas por la virtud de la tolerancia y la guía de la racionalidad. No tienen sitio por ello aquí la descalificación y el improperio, la imposición o el trágala, o la manipulación de los datos y la excitación tramposa de resortes emocionales. Para ser liberales, los partidos y sus responsables han de comportarse en las instituciones como en foros para la discusión racional y la exposición articulada de preferencias e intereses. Deben esforzarse porque en ellas se presenten al ciudadano las razones de las decisiones que se adoptan y los fundamentos en que se basan las directrices políticas que se persiguen. Para ello deben hablar y razonar, nunca mentir, alegar pros y contras, nunca distorsionar, y tratar a los demás actores políticos y sociales con el respeto que deriva de su condición de partícipes de la peripecia política de la comunidad, nunca denigrarlos o insultarlos. El liberal no distorsiona ni compromete las instituciones de la democracia para obtener un rédito de partido, y menos aún se dedica a falsearlas para hacerlas actuar en su propio beneficio.

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Por lo que respecta a la información pública en los medios de comunicación, el liberal es veraz, independiente, imparcial y limpio. Tiene vedado engañar presentando sólo una parte de los hechos, medias verdades o simples mentiras. No debe interponerse con la propia ideología entre los hechos y los oyentes o los lectores para contaminar el mensaje, ni hacer pasar por realidad lo que es deseo de partido, ni jugar sucio para satisfacer al patrón. Como portador de una convicción sobre la mayoría de edad, la racionalidad y la dignidad de sus interlocutores, el informador liberal jamás denigra a nadie, ni desliza sugerencias que puedan minar la dignidad de los demás. No juega con trampa para ensalzar a nadie o socavar su reputación. Presenta hechos y argumentos procurando siempre que el razonamiento, aunque sea adverso a alguien, no toque siquiera la pielde la persona. No imputa gratuitamente delitos ni vehicula insidias que puedan destruir la imagen de aquel de quien habla. Y, por supuesto, se esfuerza siempre en no pasar de contrabando sus opiniones haciéndolas parecer informaciones.

No se es, por ello, liberal, cuando se piensa que es lícito mover a las personas mediante manipulación, catequesis, indoctrinación o lavados de cerebro. Y eso tiene mucho que ver con la actitud que se adopta respecto del sistema educativo. El liberal no puede, por ejemplo, ser partidario de la enseñanza pasiva puramente memorista, ni de la enseñanza obligatoria de la religión, pues ello implica faltar al respeto al educando en su incipiente autonomía personal. La idea misma de una entidad extraña y ajena que establece mediante argumentos de autoridad las pautas morales a seguir por el individuo es esencialmente contradictoria con el liberalismo. No estoy en condiciones de decir si la Iglesia española tuvo razón al señalar durante más de un siglo que el liberalismo era pecado, pero sí sé que el liberal no puede nunca aceptar la supremacía incondicionada de ninguna iglesia en materia de convicciones morales. Ser a la vez liberal y católico es en el fondo imposible.

Pero donde la confusión se ha impuesto con cinismo y facilidad ha sido en materia económica. Ha venido, además, consolidada por la estúpida complicidad de cierta izquierda que ha dado en repetir la misma cantinela equivocada frente a las políticas que se basan exclusivamente en una apelación incondicional a la economía de mercado. Se llaman desde entonces liberales (o neoliberales) a quienes son únicamente partidarios del libre mercado, tomando irresponsablemente la parte por el todo. A mí, sin embargo, me parece que aquellos cuyo liberalismo se basa únicamente en ese postulado y olvida todos los anteriores, no son liberales, sino libre-mercadistas. Sus ideales son de sobra conocidos: supresión de los impuestos, nula intervención pública en la economía, y organización perfectamente libre e incondicionada de los intercambios de mercado. De la condición humana ni se habla; basta con pensar en el Homo economicus. Al lado de esto, una base indispensable para ser un buen libre-mercadista es defender el statu quo económico, pues cualquier intervención exterior para modificarlo viola los presupuestos de los que se parte. La actual distribución de la riqueza no puede ser afectada por políticas públicas, porque las políticas públicas son, por definición, contrarias a los tres ideales anteriores. Que las cosas, por tanto, queden como están: éste es el supuesto fundamental del libre-mercadismo. Y es seguramente lo que le asimila vertiginosamente a todo conservadurismo y le permite gozar de los favores de la derecha y del apoyo mediático del clero. Por eso el Partido Popular dice que es liberal, aunque no lo es; como no lo son ni la Conferencia Episcopal ni el Opus Dei. Y es en este punto donde no puede, en efecto, registrarse ni una desviación de un milímetro en la trayectoria de doña Esperanza Aguirre. Pero, claro, esto puede ser cualquier otra cosa, pero no es ser liberal. Porque para ser liberal hay que ser como José María Blanco White, Mariano José de Larra, Francisco Giner de los Ríos, Gumersindo de Azcárate, Miguel de Unamuno, José Ortega y Gasset o Julio Caro Baroja, por poner unos nombres que nadie podría imaginarse apoyando a nuestra zafia derecha contemporánea. Tengo también un buen manejo de vivos, pero no lo voy a dar. Bueno, sí, mencionaré sólo a uno: Francisco Ayala, pero no vayan a proponerle que se afilie al Partido Popular porque lo matan del susto, y muchos deseamos que viva cien años más.

Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.

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