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Reportaje:TEATRO

Monstruos de barraca

Javier Vallejo

Roger Planchon, director consagrado en cuerpo y alma a poner el mejor repertorio al alcance de la clase trabajadora en el Théâtre Nacional Populaire de Villeurbanne (Lyon), escribía hace décadas acerca de dos espectáculos de barraca químicamente puros, desnudos, rotundos. En uno, habitual en las ferias italianas hasta los años sesenta, había dos jaulas de vidrio. Dentro de la primera, una mujer espantosamente fea, sucia, tenía víboras enrolladas en sus brazos. En la segunda, una mujer hermosísima se exhibía sin pudor. Cuando todas las miradas estaban concentradas en ésta, aquélla reclamaba atención golpeando el cristal enérgicamente. El espectador sentía que dos caballos desbocados tiraban de él en direcciones opuestas. El cóctel de belleza y monstruosidad resultaba fascinante. En Francia, un hombre iba de feria en feria con una barraca minúscula, similar a esas en las que hoy se ofrecen premios por derribar muñecos a pelotazos o por dar en la diana. Vendía cinco tomates a quien quisiera poner a prueba su puntería, luego pasaba por detrás de unas cortinas y ofrecía su cabeza como blanco. Se la teñían de rojo. Me acordé del relato de Planchon mientras veía Indignos, nuevo montaje de la compañía barcelonesa Amaranto, en la sala madrileña El Canto de la Cabra. Hoy se representa en el Festival Alternativo de Teatro e Danza de Vigo, y del 30 de marzo al 2 de abril en el Mercat de les Flors, de Barcelona.

Amaranto son la valenciana Ángeles Ciscar, la malagueña Lidia González Zoilo y el catalán David Franch. Este trío descoloca. Nos obligan a entrar por la salida de emergencia y, sorpresa, han puesto el escenario donde estaban las butacas. Nos damos de bruces con una jaula de metacrilato: dentro, una chica encapuchada se exhibe con los pechos al aire. Otra, bajita, con un pelucón de órdago y cara de pocos amigos, gesticula metida en una caja de madera. Un rostro masculino, blanco como la luna llena, con el cráneo rasurado, asoma sin cuerpo por entre cortinas negras: sonríe, guiña un ojo, y nos invita a estrellarle cuatro platos (¿de arroz con leche?) que reposan en una mesita. "¡Estás de broma!", le responde un muchacho antes de levantarse y estamparle blanco sobre blanco. Una moza repite el ritual y se pone perdida. Sus amigos inmortalizan el instante con la cámara del teléfono móvil.

La oscuridad se traga a estos tres personajes. Aparece el dueño de la barraca, una mujer guapísima con barbita de mormón y orejas de burro. Se presenta: "Soy Lidia". Su soliloquio, prescindible, desemboca en un número circense sencillo, bien ejecutado por el trío. Mientras sus compañeros recuperan el aliento, Ángeles Ciscar recita otro monólogo, apenas mejor. David Franch toma el relevo: hace el papel de quien quiere narrar algo pero se embarulla. El espectáculo sigue decayendo hasta que David, atascado en su relato, se golpea violentamente el pecho desnudo, la cara, se arroja a los pies de Ángeles, le baja los pantalones, la deja en cueros de ombligo para abajo, y se esfuma. Arrastrando los pantalones en los tobillos, ella se va a la boca del escenario y dice sin inmutarse: "Aquí estoy. Esto es lo que soy. Esto es lo que puedo ofrecer. Sólo tienen que pedir. Vamos, no se corten. ¿Quieren que les limpie la casa? ¿Quieren que elimine a los bastardos que les hacen la vida imposible? ¿Quieren favores sexuales? Es un buen momento para pedirlos. ¡Vamos! Ésta es una escena interactiva".

Sus sugerencias van subien

do de tono. En El Canto de la Cabra, el espectador más alejado está a cinco metros de la actriz. "¿Quieren que se la mame mientras tarareo El fantasma de la ópera? Esta escena debe durar seis minutos de indignidad". Un detalle: el pelucón enorme, imposible, que ella lleva, pone una distancia esencial con la mujer que interpreta, que acaba presa de la agitación. David Franch se le acerca, la abraza tiernamente, la calma, se la lleva a la jaula de cristal... Quedan tres quintas partes de Indignos. No cuento más. Después de aplaudir, los espectadores no se levantan. Conversan: alguno está conmovido. Nadie abandona la sala. Al otro lado de la cortina que separa los camerinos, los intérpretes no pueden evitar escuchar: acaban saliendo a compartir ese instante mágico. Algo ha pasado. La tertulia prosigue sin bajas en el bar del pequeño teatro.

Amaranto, en una imagen de su espectáculo 'Indignos'.
Amaranto, en una imagen de su espectáculo 'Indignos'.OLGA PLANAS

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Sobre la firma

Javier Vallejo
Crítico teatral de EL PAÍS. Escribió sobre artes escénicas en Tentaciones y EP3. Antes fue redactor de 'El Independiente' y 'El Público', donde ejerció la crítica teatral. Es licenciado en Psicología, en Interpretación por la RESAD y premio Paco Rabal de Periodismo Cultural. Ha comisariado para La Casa Encendida el ciclo ‘Mujeres a Pie de Guerra’.

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