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LA COLUMNA | NACIONAL
Columna
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Cien años de un liberal

HAY UNA LÍNEA muy tenue, casi imperceptible, de la tradición liberal española que no sucumbió al destrozo de la Guerra Civil y de la implacable dictadura de la posguerra. Es inútil buscarla en la misma España, donde el pensamiento liberal quebró definitivamente, arrumbado en los primeros años de la dictadura por el entusiasmo nacionalista totalitario que embargó a los jóvenes intelectuales de Falange, y acosado, luego, por el abrumador dominio católico, que creyó encontrar en la neoescolática los fundamentos de una manera española de poder desde los que construir un nuevo Estado Nacional, ni totalitario ni democrático, simplemente católico.

En esa línea tenue, en la que sólo resistieron un puñado de nombres del exilio, nunca faltó la presencia de Francisco Ayala, que mantuvo siempre, sin perder su mirada crítica, la lealtad a la República. Ayala, que también sintió, como tantos otros liberales, la cara fea de la revolución, no se deslizó por la fácil pendiente que llevó a muchos de sus maestros a fundir la renuncia al liberalismo con un rampante anticomunismo para justificar la ofensiva contra la República. En la legación de la República en Praga, primero, e inmediatamente después en el exilio, Ayala defendió sus convicciones liberales y democráticas, aunque en los primeros años cuarenta todo pareciera indicar que el mundo había entrado en una era de poder desnudo, totalitario.

Fue este liberalismo de fondo el punto de partida de su intervención, desde una posición muy original, en el enconado debate sobre el ser de España que tanta energía consumió a los intelectuales del exilio. Más cerca de Américo Castro que de Claudio Sánchez Albornoz, Ayala percibió perfectamente que el esencialismo romántico, que Castro había expulsado por la puerta al afirmar que la nación no es la concreción de ninguna esencia, se le había vuelto a colar por la ventana con su concepto esencialista de morada vital. Tachada por Sánchez Albornoz la intervención de Ayala poco menos que como un documento de la Anti-España, tampoco Castro se mostró complaciente: molestaba a los dos grandes historiadores que un tercero en discordia, veintitantos años más joven que ellos, viniera desde la sociología a enmendarles la plana.

Pero en esa disputa sobre el ser de España, era Ayala quien llevaba razón. Si una nación se define como una esencia intemporal -escribió- sólo caben dos actitudes: de aceptación, entusiasta o resignada, o de hostilidad dirigida a su exterminio. Y entonces, afirmaba Ayala, ya estamos otra vez en la alternativa de España frente a Anti-España, que era precisamente lo que se trataba de evitar. Desde el exilio, fue Ayala un adelantado en el análisis sociológico de la nación como una construcción histórica, temporal, desvinculando su significado de cualquier conexión con una esencia, un alma, un carácter, una identidad, un espíritu. Demasiado había visto los estragos causados por el espíritu nacional y por la exaltación de la identidad colectiva como para sucumbir de nuevo a sus encantos.

Aquel liberal español de los años de guerra civil y de exilio, aquel crítico radical del nacionalismo, cumple en unos días cien años. Cuando nació, era el tiempo de los nacionalismos románticos; cuando alcanzó su primera madurez, estaban en auge los nacionalismos totalitarios, no menos esencialistas que los románticos aunque infinitamente más devastadores; cuando cumplió sus 80 años, radicado ya en España, celebró el abandono de la ideología nacionalista por el Estado español para el conjunto del país, pero anotó con cierta preocupación que esa misma ideología levantara cabeza desde "centros políticos de más corto radio para imponer a su vez gubernativamente, a los habitantes de la región, las pautas que se supone caracterizan el espíritu del pueblo correspondiente".

No sabía bien cuando escribió estas reflexiones que todo el debate político en que andaríamos metidos cuando cumpliera los cien años giraría obsesiva, monotemáticamente, en torno al ser de la nación, con la única diferencia de que ahora, en lugar de una, son varias. Pero el lenguaje es el mismo, como revela de vez en cuando algún documento para consumo interno que de pronto sale a la superficie: quintacolumnistas, colaboracionistas, traidores, elementos subversivos, purgas, prácticas deportivas para facilitar una intensa función de liderazgo desde centros de irradiación nacional: ¿hablamos de jóvenes nazis decididos a purgar a los traidores a la patria mientras cantan que el futuro les pertenece? No, hablamos de ciertos informes elaborados en los años de la gloriosa era pujolista para imponer gubernativamente el espíritu nacional.

Pero, bueno, hoy no tocaba hablar de lo que Ayala llamaría desvaríos nacionalistas. Hoy sólo tocaba celebrar los cien años de un liberal.

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