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DON DE GENTES
Columna
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No hagas el indio

Elvira Lindo

CUANDO EMPECÉ a venir a América, hace ¡quince años!, aún sentía el orgullo tonto de pensar que la tontería americana nunca cruzaría el Atlántico. Los profesores de universidad que conocía contaban los equilibrios que tenían que hacer para no ofender a los alumnos, contaban que no cerraban nunca la puerta de su despacho para no ser acusados de acoso sexual, contaban que preferían subir la nota a una alumna negra aunque no hubiera asistido a clase antes que meterse en líos. En la tele veíamos a Clinton en su ceremonia de posesión y todo parecía preparado por un publicista poco sutil para que los distintos grupos de presión estuvieran presentes en aquello: las mujeres, las mujeres negras, los hispanos, judíos y musulmanes; los latinos... Por Dios, que no faltara nadie. A mí, Clinton me parecía que tenía un fondo de chisgarabís y que estaba casado con una mujer más inteligente y ambiciosa que él. No es que ella fuera la mujer que mandaba a la sombra, sino que había un malentendido de base: era ella la que debía haber mandado. Tanta escenificación paritaria de cara a la galería y había una enorme contradicción en todo aquello. Mi teoría quedó confirmada cuando Clinton tuvo esas relaciones de medio pelo en el Despacho Oral. Estoy segura de que en el improbable caso de que hubiera sido Hillary la que hubiera tenido un lío con un becario, habría optado por perpetrar el asunto en una habitación fuera de la Casa Blanca y practicando el abanico completo del catálogo amoroso. Pero Hillary, a no ser que ocurra un milagro, nunca mandará: es difícil encajar que la lista es ella. Desde siempre la tildan de soberbia, arrogante, clasista y pedante. Lo curioso es que los que sí la quieren están de acuerdo. Hillary es terriblemente egocéntrica, así la interpreta una actriz en el programa humorístico Saturday Night Live. Eso sí, nadie duda de su inteligencia. Todo aquel circo de la corrección política americano contemplado con aquellos ojos míos de 1991 me parecía de ciencia-ficción. Aún no se había escrito La mancha humana, y muchos escritores americanos vivían agazapados en los campus, temerosos de ser el próximo objetivo de un estudio moral destinado a demostrar que eran machistas, sexistas, racistas, reaccionarios, antijudíos o projudíos (según), enemigos del mundo árabe o amigos de un canon que excluía las culturas indígenas. Había tantas razones por las que ser acusado que lo más sensato era la invisibilidad. Yo escuchaba esas historias y me divertía porque me parecían cosas ajenas, cosas de los americanos. Era algo tan extraordinario como aquello que decía Manuel Aleixandre en Plácido cuando veía la cesta de Navidad: "¡Perdiz escabechada, foie-gras, jamón en dulce... Vamos a comer a la moderna, como los americanos!".

El primer aviso de que ese mundo llegaba a España fue una reunión que tuve con un batallón de estudiosas de literatura infantil americanas. Venían muy cabreadas porque nada más pisar nuestro país se habían encontrado en la calle con un eslogan publicitario que rezaba: "¡No hagas el indio!", el cual les había confirmado que en el inconsciente de los españoles aún seguía latiendo una mentalidad de superioridad colonial. Después de hacer un juicio sumarísimo a la psicología colectiva española, la emprendieron conmigo, contra la ideología que se desprendía de mis cuentos. "Tal vez tú no lo haces conscientemente", me decían aquellas profesoras temibles, pero ahí está, se ve, el pecado brota. Eran unas treinta contra mí, así que cuando conseguía recuperarme de una acusación de racismo que me dejaba en el suelo, ¡pumba!, otra de aquellas mujeres sin piedad me atizaba con otro puñetazo moral que me hacía morder el polvo. Como los escritores no podemos llorar, yo contesté tiesa, implacable, aunque dentro tenía a mi pobre persona, la verdadera, llorando como lloran los niños, con la cabeza tapada por los brazos contra el pupitre. Mis compañeros escritores se quedaron callados. Por un lado, aliviados de no ser ninguno de ellos el pelele elegido, un poco resentidos porque se centrara en mí todo el asunto e íntimamente alegres de que la chica famosa se llevara un mal rato. "Menos mal que nunca he creído en el gremialismo", pensé. Esta semana, en el Día de la Mujer Trabajadora, he visto en la prensa, por un lado, la foto de las chicas en torno al presidente; por otro, una entrevista con la profesora Anna Caballé que hace un recorrido exhaustivo por la misoginia en la literatura española. Me incluye a mí. Estoy acostumbrada a que la profesora Caballé me tenga muy presente, lo cual le agradezco en el alma. En cuanto a esa acusación, porque de acusación se trata, podría responderle que por fortuna son muchas las mujeres que leen las bromas como bromas y se ríen como yo me río de mí misma (mis artículos tratan fundamentalmente de eso); le explicaría yo a la profesora Caballé la cantidad de fuerza moral que una mujer ha de tener para escribir en España una crónica humorística. Yo tengo ya caparazón, se lo aseguro, pero ha habido momentos en que la pobre persona que llevo dentro se ha puesto a llorar con la cabeza en el pupitre. Y le diría que el hecho de no sentir un orgullo especial por ser mujer, ni querer formar parte de cuotas, ni ser santona de colectivos, ni de antologías, ni de foto de chicas ni de nada no me hace menos mujer, ni menos trabajadora ni menos feminista, y, por supuesto, el hecho de hacer bromas con las mujeres, señora mía, no me convierte en misógina. Me hace libre.

El ex presidente estadounidense Bill Clinton y su esposa, la senadora Hillary Clinton.
El ex presidente estadounidense Bill Clinton y su esposa, la senadora Hillary Clinton.REUTERS

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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