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Crítica:TEATRO | 'Largo viaje hacia la noche'
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Tragedia sin 'pathos'

Javier Vallejo

Los protagonistas de Largo viaje hacia la noche, pieza escrita por Eugene O'Neill tras cumplir 51 años, son el vivo retrato de su familia. Su madre era morfinó-mana. Su hermano mayor murió alcoholizado. Su padre, actor famoso, siempre de gira, era para él la causa última de tanta desgracia. Esta obra es un conjuro: una manera de sacarse el pasado de encima, de colocarlo fuera de sí, de explicárselo.

El autor sitúa la acción en el día de 1912 en que le diagnosticaron una tuberculosis. Durante su convalecencia comenzó a escribir: fue su manera de hacerse fuerte, de salvarse del naufragio familiar.

Edmund, autorretrato de O'Neill, tiene 23 años, y se ha pasado dos corriendo mundo en un barco mercante. Su madre tiene pánico a la tuberculosis, enfermedad que mató a su abuelo. Jamie, el hermano mayor, intenta ocultarle que Edmund la ha contraído. James, su padre, rico pero tacaño, le regatea médicos y hospitales. Sobre todos ellos planea la sombra del hermano mediano, muerto a los tres años de edad. Jamie, que tenía entonces siete años y un sarampión de caballo, desafió la prohibición de entrar en su cuarto y se lo contagió. Su madre está segura de que lo hizo aposta. Tenía que haber estado con ellos, pero los dejó con la abuela para seguir a su esposo en gira.

Largo viaje hacia la noche

De Eugene O'Neill. Traducción: Ana Antón-Pacheco. Intérpretes: Chete Lera, Mercè Aranega, Israel Elejalde, Oriol Vila. Iluminación: Maria Domènech. Banda sonora: Eugeni Roig. Vestuario: Berta Riera. Escenografía: Max Glaenzel y Estel Cristià. Adaptación y dirección: Álex Rigola. Madrid. Teatro de la Abadía. Madrid, hasta el 7 de mayo.

Cuento estos detalles, importantes, porque la adaptación de Álex Rigola pasa un tanto por encima. Ha reducido el texto original, que dura cuatro horas y media, a menos de la mitad. Deja intacta, sí, su columna vertebral, pero echo de menos el corazón, la sangre y el hígado. En su montaje sobra buen gusto. Su idea rectora es enfriar el drama. Sus intérpretes, todos ellos de calidad, se dicen cosas terribles como si hablaran del tiempo.

Max Glaenzel y Estel Cristià han elaborado una escenografía muy bella: un bungaló que gira en torno a su eje. En algún momento lo vemos por detrás, como la casa de Helmer en la Nora que dirigió Thomas Ostermeier en el Festival de Otoño (Ostermeier acaba de estrenar otro o'neill: nada es casual). Los personajes quedan entonces al otro lado de tres grandes ventanales, como peces varados en una pecera. Los actores hablan con inalámbricos, con pocos matices: son peones de una idea.

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Sobre la firma

Javier Vallejo
Crítico teatral de EL PAÍS. Escribió sobre artes escénicas en Tentaciones y EP3. Antes fue redactor de 'El Independiente' y 'El Público', donde ejerció la crítica teatral. Es licenciado en Psicología, en Interpretación por la RESAD y premio Paco Rabal de Periodismo Cultural. Ha comisariado para La Casa Encendida el ciclo ‘Mujeres a Pie de Guerra’.

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