A la conquista de la calle
En los últimos tiempos la derecha española viene mostrando una insólita querencia por convertir la calle en el escenario ideal de su protesta permanente y constante, ora contra la política del Gobierno, ora contra las decisiones legislativas emanadas de la voluntad popular, ya sean del Parlamento español o del Parlamento catalán.
Ante esta estrategia política del Partido Popular de ocupar la calle a las primeras de cambio para levantar con sus gritos las compuertas de la intolerancia, el que esto escribe tiene para sí la sensación de que, después de patrimonializar la Constitución, la bandera, la patria y la españolidad, ahora, de manera a todas luces inconsciente, perpetran una apropiación indebida del sentido de aquellos versos de Gabriel Celaya que rezan: "¡A la calle! que ya es hora de pasearnos a cuerpo / y mostrar que, pues vivimos, anunciamos algo nuevo!".
El PP se ha erigido en paladín de las protestas susceptibles de ser sacadas a la calle, atrincherándose tras las pancartas de turno
Ni que decir tiene que estos versos resultan antagónicos a los postulados ideológicos y el talante personal de bastantes dirigentes del PP, más acorde con aquel exabrupto tan poco poético de "la calle es mía" emitido por Manuel Fraga cuando, con la policía antidisturbios bajo sus órdenes, controlaba todas las calles de España. El Partido Popular, si bien se fundó con la etiqueta de un partido de centro, con el tiempo se ha ido inclinando por el camino de regreso a la caverna tradicional de la derecha española mediante una procaz belicosidad, con la esperanza de que los réditos de la crispación incrementarán su balance electoral, por lo que todo vale en esta perversa dialéctica en que se halla inmerso.
Este nuevo producto político salido de la factoría de la crispación del PP concita un estado de desconfianza y enfrentamiento entre los ciudadanos y los territorios de España que, inevitablemente, evoca el talante de la vieja derecha antidemocrática, que dio al traste con la II República Española, convirtiendo al mismo tiempo el tan cacareado éxito de la transición a la democracia en un espejismo sustentado por los políticos que intervinieron. Nos habíamos creído a pies juntillas que, por el solo hecho de publicar el texto de la Constitución en el Boletín Oficial del Estado, todas las fuerzas políticas y los poderes fácticos de toda laya que usufructuaron en su propio beneficio el país durante tantos años iban a convertirse en demócratas de la noche a la mañana. No obstante, sensu contrario, ha servido para legitimar democráticamente a la rancia derecha dándole la oportunidad de ganar, por primera vez en la historia, unas elecciones con total garantía de legalidad. Parafraseando a Manuel Azaña, más que hacer una democracia para el pueblo, debiéramos haber hecho un pueblo para la democracia.
Las manifestaciones callejeras hasta ahora eran más bien patrimonio de las izquierdas y de las clases trabajadoras como medio para reivindicar derechos y libertades, y era insólito que también sirvieran para reclamar o mantener privilegios de determinados sectores sociales. Pero ahora, el Partido Popular, desde que perdió el poder, con tal de quemar el campo político al partido en el gobierno, se ha erigido en paladín de las protestas susceptibles de ser sacadas a la calle, atrincherándose tras las pancartas de turno. En esta nueva modalidad política, la más sonada de las manifestaciones públicas ha sido la patrocinada junto con la jerarquía de la Iglesia católica, con cierto tufillo a autocar y bocadillo, que, después de los privilegios y las prebendas acumuladas por su adhesión y colaboración con el régimen franquista, ahora se siente amenazada por las tímidas limitaciones a su poder e influencia, limitaciones que cualquier Gobierno de derechas de los habidos en Europa tiene establecidas desde tiempos inmemorables.
Por mucho que se empeñen algunos historiadores orgánicos llamados "neutralistas" en revisar la historia de la Guerra Civil con motivo de los 70 años de su inicio para, dando la vuelta a los acontecimientos, justificar el golpe de Estado del general Franco, la Iglesia católica no tuvo reparo alguno en bautizar la sangrienta contienda fratricida en que se convirtió inmediatamente después, como "la cruzada"; pero, para mayor ironía de la historia, su caudillo tuvo que valerse de un importante contingente militar de infieles de la morería para ganarla.
En cierto modo, guardando las distancias que sean exigibles pero ni un milímetro más, las referidas "exaltaciones patrióticas" recuerdan aquellas otras que la mediana y la pequeña burguesía chilena organizaban contra el presidente Salvador Allende porque éste osaba, apoyándose en su legitimidad democrática, recortar sus injustos privilegios, que, de tanto usarlos, habían llegado a creer que eran intocables e intransferibles. Luego vino aquel sátrapa salvapatrias, de cuyo nombre no me da la gana acordarme.
A todo eso, aparte de trasladar la oposición política a la calle, el PP no ha dejado de sembrar cizaña en el fértil campo de la opinión pública española, invitando a su festín de la discordia a los viejos demonios de la España oscurantista. No le importa si para lograr sus objetivos inmediatos, con total desvergüenza intelectual, tiene que hacer suyas las célebres palabras que Miguel de Unamuno, en los primeros meses de la Guerra Civil, pronunció en la Universidad de Salamanca: "Venceréis, pero no convenceréis", paradójicamente dirigidas a la derecha clerical fascista que, a sangre y a fuego, se arrogó en exclusiva los mismos atributos: patria, unidad de España, españolidad.... que ahora se nombran en vano por intereses partidistas. Tampoco les importa a los dirigentes del PP justificar las palabras de un locuaz militar con vocación de golpista que con su arenga cuartelera ha conseguido que se reescribieran nuevas páginas de la leyenda negra española en importantísimos medios de comunicación internacionales.
Volviendo a Gabriel Celaya mediante un juego de antífrasis no exento de maldad, este escribidor se detiene ante el final del verso: "Anunciamos algo nuevo", para acto seguido clamar a grito pelado que el Partido Popular lo que anuncia es algo viejo, es este país cainita de pronta mano navajera por un quítame allá esas pajas. En cambio, la estrategia de la tensión que practican los dirigentes del partido derechista estaría más acorde con el primer verso del poema España en marcha del gran poeta vasco, que declara : "Nosotros somos quien somos". Porque, en definitiva, solemos ser de allí de donde venimos.
Eduard Moreno es abogado.
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