El solar
Sábado de mercadillo en el barrio de Fondo. Revuelo de voces y de trapos. "¡Grandes modas, grandes modas!", pregona un hombre que ofrece tangas a un euro. Junto a la churrería ambulante se amontonan los jubilados. "¿Tú cuánto quieres? ¡Porque yo no quiero ni uno!", le abronca una mujer a su marido, y éste murmura: "Ciento cincuenta". Circula empujando su carretilla un proveedor de bolsas: "¡Churrero!, ¿bolsas?". El churrero le gesticula que no, y el de la carretilla desfila. Un viejo hético vende polares del FBI con un veguero atravesado en los dientes. Conversan las gitanas en corro y se beben su café con leche, y otra gitana apartándose habla por un móvil. Pasa solitario un chino con el pelo enmarañado y las manos metidas en los bolsillos, y un vendedor de cupones escucha pensativo la radio sentado a la puerta de su cabina, y bajo las palmeras los emigrantes venden paquetitos de pilas, y un encantero viejales sermonea a otro joven de enfrente, porque le molestan sus voces. "Pero, caballero, ¡que está usted siempre igual!", se defiende el joven. "¡Es que no paras!", insiste el anciano. El sol de marzo ha salido con ganas de quemar, y sin embargo muy pronto se cansa y se vuelve a sus nubes.
En un extremo del mercadillo se encuentra el solar donde se levantaban los edificios que se han tenido que derribar tras la explosión de gas del pasado mes de enero. Quedan todavía esquirlas de cerámica en la tierra, y en las paredes lindantes se leen pancartas y pintadas contra el olvido y contra la compañía del gas. "Ésta era mi casa, coño", dice una de ellas. Esta mañana de sábado se han instalado siete tiendas de campaña en el solar. Un par de abuelos con una jaula envuelta en un fardo las contemplan al otro lado de la valla metálica. "Los ingenieros y los aparejadores son los que saben, pero no están en las obras", apunta uno, y el otro culpa de todo a las subcontratas. Enseguida sale a parlamento la poca voluntad que hoy se le tiene a arquear el lomo. "Al que no quiera trabajar habría que machacarle la cabeza", concluye el que lleva la voz cantante. Un señor tripudo y una señora pequeñita se arriman al cercado. "¿Eso es para los perros?", duda la mujer refiriéndose a las tiendas de campaña. "No. Esto es una manifestación que han hecho aquí", le esclarece el hombre. Y en esto aparecen unas cámaras de televisión, que acuden para cubrir la acampada simbólica de los antiguos propietarios de las fincas, mediante la cual le piden a Gas Natural que reanude sus negociaciones. A los peatones les pica la curiosidad y empiezan a hormiguear junto al sitio. Desde la parte interior de la valla metálica, una de las mujeres que resultaron heridas en la explosión les explica a unas afectuosas, conmovidas comadres de Santa Coloma, que dentro de una semana le extraerán los pedazos de cristal que todavía tiene incrustados en la cabeza. Añade sujetando su enojo: "Las quemaduras que tenemos nosotros nos las ha hecho el gas". Aprovechando el barullo que se ha formado, cuatro hombres disfrazados de indios de las praderas americanas montan su instrumental y arrancan con una melodía new age, adornándola de quenas y ocarinas, y venden a quienes quieran comprárselos sus cedés. Los niños, que han ido con sus padres al solar donde antes estaban sus casas, los contemplan melancólicos y miran también melancólicos a la gente que pasa. Ángel Moratilla, el portavoz de los vecinos afectados por la explosión, ubica en el solar el lugar donde se encontraba su vivienda, el 1º-2ª de la portería 64, y entonces clava la vista en unas losas y señala con el índice hacia el cielo de marzo. "Por allí estaba mi casa... Miro el solar y me parece pequeñito. Pensaba que iba a ser más grande". Ángel Moratilla tiene 39 años y es hijo de Santa Coloma, aunque precisa que nació en una clínica de Badalona. Sus padres habían llegado a Cataluña en el año 1955, procedentes de Centenera, una aldea de Guadalajara. En Ángel las viejas historias de Santa Coloma palpitan y tienen algo de leyenda, y se agita al conversar sobre la banda de los Correas, y asimismo afirma que el tapeo es una costumbre que adquirió de joven y a la que ya no piensa renunciar, y que ahora la practica militante con su mujer, Elisa, y Eduardo, el hijo de ambos, de seis años. "Eduardo está con seguimiento psicológico. En su habitación tenía todo su mundo y de repente lo ha perdido todo". Ángel y Elisa compraron hace nueve años el piso que han visto demoler. A Ángel, químico de carrera, le han elegido portavoz sus vecinos albañiles, transportistas, metalúrgicos, jubilados, y ha puesto al servicio de ellos su experiencia como director técnico de una empresa que se dedica, paradójicamente, a hacer controles periódicos de prevención de incendios y a comprobar y dar fe de la legalización de las instalaciones de gas. Y entonces sonríe un poco asustado: "Ahora me llaman todo el rato por teléfono y hay gente que me reconoce de la tele. Me han visto hasta en el pueblo y han dicho: '¡Pero si es el hijo del Santiaguillo! ¡Qué va! ¡No puede ser porque habla muy bien el catalán!". Y a continuación le suena el móvil: "Disculpa, ¡me llaman de la televisión de Badalona...!". En el solar, una madre graba en vídeo a su hijo.
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