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Columna
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La hora de pagar el pato

Como los augures romanos que escrutaban en las entrañas de las aves sacrificadas el futuro de la ciudad y del Imperio, los biólogos de hoy diseccionan las vísceras de los pájaros muertos y vislumbran en ellas un mañana aterrador, una pesadilla anunciada por Hitchcock y llevada hasta sus últimas consecuencias: ya no hace falta una bandada de pájaros para producir inquietud; la gente empieza a mirar con prevención al canario en su jaula, a interrogarse sobre la belleza del cisne y a poner en entredicho la honorabilidad de la cigüeña y la supervivencia del pollo de corral. Una gallina suelta basta para generar el pánico, y por eso, a las aves domésticas que aún sobrevivían en régimen de libertad vigilada las van a poner a buen recaudo, a concentrar en abarrotados barracones con engañosas luces fluorescentes, fingidoras del amanecer, para que produzcan más en lugar de ir por ahí contoneándose, holgazaneando.

El primer mensaje lo trajeron las palomas urbanas, que en poco tiempo pasaron de avecillas emblemáticas, poéticas y simbólicas, a ratas aladas, contagiosas, voraces y contaminantes; los ciudadanos, en lugar de admirarlas por su capacidad de adaptación al entorno, por su extraordinario mimetismo con ellos, empezaron a verlas con malos ojos, a detestar sus melodiosos arrullos, sus vuelos sin sentido y sus andares sonámbulos. Hoy, en Madrid, dar de comer a las palomas puede constituir un delito de colombofilia, pues el plan de exterminio municipal incluye al parecer dejarlas morir de inanición. Espero que la alarma creada por la gripe aviar no conduzca a dejar de alimentar a los patos del parque del Retiro; hoy, los padres preocupados ya no dejan que sus criaturas se les acerquen mucho; se acabaron las miguitas de pan que complementaban su magra dieta de aves ornamentales al servicio del Ayuntamiento.

El campo era hasta hace poco para los hijos de Madrid ese lugar en el que los pollos estaban vivos y vestían todas sus plumas, el lugar donde comprendían por fin la misteriosa relación entre un huevo frito y una gallina. El pollo, asado, era el animal heráldico del pueblo de Madrid, su efigie oronda y dorada figuraba en los reclamos de los restaurantes y en las viñetas de los tebeos, el pollo virtual e inaccesible del famélico Carpanta, anuncio de la Navidad y epítome del lujo. Madrid era una capital de pollo y huevos fritos que se tomaban a pares los padres de familia como suplemento energético para afrontar duras jornadas de pluriempleo. Los madrileños mostraban su amor por las avecillas enjaulando canarios, gorriones, jilgueros o periquitos, y, sobre todo, comiendo pajaritos fritos, simpáticos y churruscantes gorriones y zorzales de frágiles y chasqueantes huesecillos, en oscuras y grasientas tabernas; diminutos cadáveres que hacían pasar por el gaznate con tragos de recio, aunque aguado, vino de Valdepeñas, entre chistes procaces y críticas feroces al Ayuntamiento.

A la peste aviar que ensombrece el horizonte responden los madrileños con chistes y chascarrillos, inveterada y aventurada costumbre que revivió pujante con las vacas locas. También hubo risas cuando el aceite de colza, el chascarrillo parlamentario del ministro Sancho Rof, que aseguró que el bicho causante del mal era tan pequeño y tan débil que no sobreviviría al caerse de una mesa, fue para partirse de risa, pero las bromas de ayer a costa de la locura bovina, y la chunga de hoy, sobre pollas y huevos mayormente, tienen una resonancia inquietante, un eco siniestro, humor negrísimo y castizo, entre la resignación y el pataleo; las risas encubren el miedo y las ocurrencias sirven como conjuro frente a las amenazas.

La seguridad que esgrimen los augures científicos sobre la inevitable mutación del virus nos confirma que estamos aviados y averiados, valgan más retruécanos a cuenta de la gran broma, la risa puede ser un antídoto, hay que tomarse la cosa con tranquilidad y buenos alimentos, como ese obispo francés que preocupado por el futuro del foie, especialidad de su diócesis, ha dictado una bula autorizando, me temo que sólo a sus feligreses, el consumo de hígados de patos y de ocas durante la cuaresma.

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