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Columna
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De Kosteljnica a Wilton Park

El domingo por la tarde fue hallado muerto en su celda en la cárcel holandesa de Scheveningen un asesino. Milan Babic se ha suicidado. Ayer tenía que haber declarado en el juicio del Tribunal Penal Internacional de La Haya contra un cómplice suyo, otro asesino, Milan Martic. Compartían prisión acusados de planear y dirigir algunas de las principales matanzas en la primera fase de la guerra balcánica de la década de los noventa. Gracias a ellos tengo en la retina las primeras imágenes de un sinfín de cuerpos flotando sobre el río Una en el otoño de 1991, durante los asaltos a las ciudades de Kosteljnica y Dvor na Una. Un año después los cadáveres en aguas del Drina, ejecutados en los puentes de Foca y otras localidades bosnias, serían ya multitud. Martic era inicialmente un mero policía encanallado encargado por la mafia del aparato comunista de Belgrado, ya bajo órdenes de Slobodan Milosevic, de preparar el levantamiento de los serbios en la Krajina croata tras el colapso de la federación y la proclamación de independencia de Eslovenia y Croacia. Pero en 1991, su policía, los marticevci, eran ya una tropa de asesinos ultranacionalistas, bien armados por el Ejército yugoslavo, que habían realizado su primera operación militar compleja en Glina. Mataron a toda la dotación de la comisaría y a aquellos que acudieron en su ayuda. Fue allí, junto a la tristemente célebre iglesia pravoslavie en la que medio siglo antes los ustachas, los fascistas croatas, habían quemado a dos centenares de ortodoxos encerrados en la iglesia, donde en 1991 se lanzó el mensaje de que se reabría la guerra que se creía acabada hacía cuatro generaciones. Allí comenzaron a ser omnipresentes los cuerpos calcinados y mutilados, los charcos de sangre, los casquillos, las ruinas humeantes. En Glina se vio que aquello en Croacia no quedaría en un par de decenas de muertos como en Eslovenia. Babic era dentista, médico como su cómplice pero no amigo, el serbio bosnio Radovan Karadzic, aún libre.

Más información
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Son curiosas las cabriolas gamberras de la memoria. Hace pocas semanas recordaba a los dos Milanes, Babic y Martic, rufianes que no me volvieron a inquietar ni ocupar lo más mínimo tras la guerra y su desaparición, primero en la irrelevancia, después en la cárcel. Surgieron en conversación sobre el periodista y escritor Misha Glenny, eterno viajero entre Londres, Brighton y la Balcania profunda, competidor en sobresaltos con los dos asesinos entonces residentes en Knin. Wilton Park es una institución británica legendaria -escuela antaño forzosa después voluntaria de pensamiento libre y liberal-, surgida de una idea de Winston Churchill cuando ya se sabía derrotada a la Alemania nazi. En varios puntos del sur de Inglaterra, entre otros en la actual sede de Wiston House, no lejos de Brighton, se abrieron centros de detención para prisioneros de guerra nazis a reeducar en democracia. Jóvenes intelectuales y cuadros superiores alemanes que no habían conocido por edad sino el indoctrinamiento nazi recibían cursos de libertad de pensamiento, filosofía y debate y eran después destinados a cargos de responsabilidad en la zona de ocupación británica en Alemania.

La terca realidad nos demuestra, 11 años después de Dayton, que por desgracia Serbia no se desnazifica sola ni hay Wilton Parks en el mundo democrático capaces de hacerlo. Diez años después de la guerra, con Milosevic preso y repetidas elecciones, Serbia se pudre en el aislamiento y la tristeza. Babic ha muerto en Scheveningen pero Ratko Mladic y Radovan Karadzic siguen libres y lo están porque los gobernantes de Serbia tienen más miedo, comprensión o simpatía hacia quienes protegen a los asesinos que hacia quienes los persiguen. En Wilton Park, los asesinos y sus cómplices se sabían vencidos. En Serbia nadie quiere reconocer ni una ni otra condición. Por lo que la tragedia continúa y la resistencia popular a la extradición de los criminales expresa con toda crudeza la depravación moral que el nacionalismo inocula a las sociedades de las que se apodera.

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