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DON DE GENTES
Columna
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Miércoles de ceniza

Elvira Lindo

HOY NIEVA. Nieva con ganas. Hoy nieva, y yo, columnista al borde de la desesperación, he de contenerme y no escribir sobre la nevada, porque la inclinación natural de todo columnista, como diría Empar Moliner, es escribir sobre la nieve cuando nieva. El columnista es lo más parecido al hombre del tiempo. El columnista, ese ser perezoso que intenta hacer su columna lo más rápido posible para pasar el día ganduleando, sólo escribe lo que ve desde su ventana. Yo, campeona de los columnistas gandules, veo nevar desde una peluquería de Chinatown. Mi peluquero, un chino moderno de pelo manga, me lleva de la mano al sillón de lavados como si fuéramos a hacer algo que nunca hubiera probado la mujer occidental. Me tumbo y el sillón masajea todas las partes de mi cuerpo. En la parte abdominal se agita como un vibrador. Las caderas de las mujeres que estamos echadas dan golpecitos hacia arriba, pequeños pero gustosos. La columnista se pregunta si hacer el amor con un chino será algo parecido. Fuera, nieva. Dentro, todo son aparatos sofisticadísimos y peceras a ras de suelo. Es una experiencia maravillosa que a tus pies vayan nadando peces naranjas. También lo es que siendo todo tan moderno, tan naranja, tan manga, es más barato que cualquier peluquería de cualquier otro barrio. Los chinos crearon el arte del todo a cien. En el sillón de al lado, otra occidental con la cabeza envuelta en albal lee la revista de Oprah Winfrey. Pienso que al hombre-columnista que comienza su crónica en una peluquería se le considera un dandi; a la mujer-columnista, una superficial. Esa es la razón por la que algunas damas del columnismo, en su afán de ser consideradas Alta Cultura, no van a una peluquería ni atadas. Y deberían, porque a algunas les hace mucha falta. Nieva, nieva como en el cuento de la cerillera. Mi compañera de asiento tiene una mancha grande en mitad de la frente. Pienso que será del tinte. Pero de pronto me doy cuenta de que hay otras clientas que llevan la misma mancha. Me inquieta. Me acuerdo de la serie Los invasores, aquellos alienígenas que invadían la Tierra y que se delataban porque no podían doblar el dedo meñique. Ya lo sé, la tele y la EGB me hicieron mucho daño, pero ya es irreparable: hay muchas neuronas dañadas. Ahora me acuerdo: ¡Es miércoles de ceniza! Dios mío, qué recuerdo tan perdido en el tiempo. Cuando salga a la calle, con mi pelo tieso como las chinas, comprobaré que son muchos neoyorquinos los que llevan la marca cenicienta. Recuerdo un artículo de Barbara Probst Solomon a raíz del asunto de las caricaturas; su tesis era que Europa aún no estaba acostumbrada a la multiculturalidad, al contrario que Nueva York, donde todo el mundo respetaba las expresiones culturales del otro. Bueno, mi interpretación de los hechos sería otra: aquí lo que se respeta, por encima de casi cualquier cosa, es que seas creyente. En el capítulo de la ceniza, lo más chocante para mí es ver que la señora del tinte untada de ceniza lee con fruición las páginas de Oprah Winfrey, que siempre incluyen temas calientes, no tan calientes como los de Cosmopolitan, que te aconseja que le des té de canela a tu chico para que el semen sepa más dulcecito, pero ahí le anda. Oprah es la quintaesencia de América. Yo la tengo mucha fe porque me ha descubierto cuál es el secreto para que en un país tan reprimido se esté hablando continuamente de sexo. Secreto Oprah: aquí se puede hablar de todo siempre y cuando se plantee como una problemática de la que uno desea rehabilitarse. Sus programas están llenos de gentes que cuentan todas las marranerías imaginables, pero los invitados muestran una voluntad de redención. Claro que, mientras se redimen, en el ínterin, ponen a la audiencia cachonda, relatando con una precisión y una educación extraordinarias cómo y por qué lo hacen. El otro día, Oprah, diosa de América, entrevistaba a Liza, chica negra con brillante expediente académico. La muchacha, llorosa, confesó su adicción al sexo. Oprah, a la que le gusta confraternizar con los invitados, haciendo una pequeña confesión personal, dijo: "Todo el mundo sabe que yo he tenido problemas con la comida, he sido comedora compulsiva, o sea, que entiendo que se pueda ser adicto a las galletas, pero no me puedo explicar cómo una mujer puede ser adicta a los penes, ¡penes de extraños!". La chica, sorbiéndose los mocos, contaba: voy por las noches a la gasolinera y me ofrezco a los conductores. Entonces, Oprah muy seria mira a la cámara y nos dice: "Esta estudiante brillante que ven ustedes aquí es una adicta, pero ha tenido la valentía de confesarlo públicamente. Se estima que unos 11 millones de norteamericanos lo son pero no lo dicen. Querida, ¿es verdad que en tres años tuviste relaciones con 20 hombres? ¡Veinte penes distintos!". (Oprah abunda en lo del pene. Está claro que de alguna manera lo relaciona con su época de comedora compulsiva de galletas). Y la pobre muchacha dice, sí, es verdad. El público hace: Oooohhhh. Yo también, desde mi propio sofá, hago: Oooohhhh. Seamos claros; si eres adicta y te ofreces a cualquiera en una gasolinera y consigues una media tan baja, perdona, bonita, pero a mí esa media, como adicción me parece un fracaso. Eso es lo que en castellano de toda la vida se ha llamado un hobby. La pobre adicta lleva una cruz reluciente. La misma cruz que le daría golpes contra el pecho cuando era poseída por un extraño. La adicta dice que no le interesa el sexo, sino el amor. Oprah pone a su vez cara de asco y pena. Mi vecina de asiento en la peluquería se zambulle en artículos de problemáticas sexuales. Y yo no me creo nada. La única verdad es que todo el mundo está muy caliente. Y que fuera nieva, que nieva con ganas.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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