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Exclusión cero: el vigor del voluntariado

Adela Cortina

Las organizaciones cívicas se han convertido en una fuerza social. Como comentaba Lola Galán en este mismo diario hace un tiempo, son capaces de doblegar gobiernos y de poner en un brete a instituciones como el FMI. Su número crece, hasta el punto de que en nuestro país parecen superar las 1.500. Y, sobre todo, se están convirtiendo en coprotagonistas del orden global, donde comparten reparto con los Estados y las empresas transnacionales. Forman parte de lo que se ha llamado la "Sociedad Civil Global".

Sin embargo, éxito obliga. Es difícil gozar de una identidad reconocida con tal proliferación de asociaciones, y es difícil influir en el poder político y económico sin adoptar una estructura empresarial o sin asociarse a empresas que ayudan a la organización solidaria a aparecer en público y a tener capacidad de presión.

De ahí que el voluntariado se vea envuelto en sospechas y recelos. Parece, por un lado, que en muchas ocasiones las organizaciones voluntarias no serán "gubernamentales" (que a veces sí lo son), pero tampoco se les puede caracterizar como "asociaciones sin ánimo de lucro" porque más bien parecen convertirse en un negocio. Y, por otro lado, sectores de un progresismo trasnochado les acusan de hacer el juego al sistema, poniendo parches donde lo necesario es transformar totalmente un sistema perverso. ¿Qué hacer?

A mi juicio, la necesidad de que exista una actividad como la voluntaria se muestra en que proporciona bienes a la sociedad sin los que sería mucho menos humana de lo que es. Y, en este sentido, el voluntariado ofrece al menos un bien al que es imposible renunciar: cobra todo su sentido de bregar por la exclusión cero, a través de la solidaridad personal y voluntaria, de trabajar por que no haya excluidos, invirtiendo en ello parte de la vida. Tarea que alguien tiene que realizar si nuestra sociedad quiere ser fiel a sus más elementales proclamas éticas.

Trata la ética de la forja del carácter (êthos) para tomar decisiones justas y felicitantes. Y precisamente la tarea del voluntariado está conectada con la justicia y la felicidad, con lo que hace una vida digna de ser vivida.

En lo que hace a la justicia, en nuestras tradiciones un principio constituye la base: el reconocimiento de que cada persona es un fin en sí misma, que es en sí misma valiosa, y por eso no se le puede intercambiar por un precio, sino que tiene dignidad. Esta afirmación kantiana de lo que se ha llamado el "fin en sí mismo" ve la luz a finales del siglo XVIII, cuando el primer capitalismo consagra el mundo del intercambio de mercancías y rompe ese círculo del intercambio infinito. Hay algo que no se intercambia por un precio, porque no es intercambiable. Hay algo que no tiene precio, sino dignidad.

Sin embargo, ¿cómo atender al principio de la dignidad humana en sociedades en que éste forma parte de lo que José Luis Aranguren llamaría "la moral pensada", lo que creemos que debería de ser, y no de "la moral vivida", la que funciona en la vida corriente? Porque en la vida cotidiana el que funciona como principio supremo es el principio del intercambio y, como consecuencia, el principio Mateo, tan útil en la economía de las relaciones humanas.

Como dicen las antropologías más acreditadas, las personas somos "seres de carencias", necesitamos lo que otras personas y el entorno pueden ofrecernos. E intentamos tomarlo, mediante la fuerza o mediante el intercambio. En sociedades democráticas nos hemos convencido de que el intercambio y la cooperación son más inteligentes que la fuerza bruta, porque hasta el más débil te puede quitar la vida. Y por eso contemplamos nuestras relaciones sociales desde el cálculo de qué podemos obtener de ellas y quédebemos poner a cambio. Que no siempre es dinero, son también favores y privilegios.

Pero ¿qué ocurre con los que no tienen nada que ofrecer a cambio? ¿Qué ocurre con los aporoi, con los pobres, en un mundo en el que está entrañada la aporofobia, la aversión al pobre, al que no tiene nada que ofrecer?

El que presuntamente no tiene nada interesante que ofrecer a cambio es un excluido, en el más radical sentido de la palabra. No entra en el sistema social del intercambio infinito, queda fuera por definición, y es, en el mejor de los casos, objeto de beneficencia, pero no de reconocimiento en su profunda dignidad. Del principio del intercambio infinito resulta como secuela ese principio Mateo, según el cual, al que más tiene más se le dará, y al que tiene poco, hasta lo poco que tiene se le quitará. Al que tiene cheques de capital financiero, humano o social, más se le dará, y al que no los tiene, hasta lo poco que tiene se le quitará.

¿Cómo poner en consonancia el principio del intercambio con el principio de la dignidad? ¿Cómo reconocer institucional y personalmente en la vida cotidiana que las personas son dignas de respeto y que es inadmisible la exclusión?

El bien que las organizaciones solidarias ofrecen consiste, a mi juicio, en trabajar por la inclusión de cualquier persona. Y no sólo porque pueda ofrecer lo que interesa a unos grupos u otros, sino porque es, por sí misma, valiosa.

Para ello el voluntariado lleva adelante al menos cuatro tareas. Analiza y diagnostica la situación social en la que va a trabajar con todos los instrumentos científicos al alcance: con corazón y con cabeza. Denuncia ante quienes corresponde que no se respetan los derechos básicos o no se promueven las capacidades básicas. Actúa directamente junto con los excluidos, no "haciéndoles" la vida, sino empoderándoles para que la hagan ellos mismos. Porque cada persona tiene derecho a ser protagonista de su vida, a que no le escriban otras el guión. Pero también las personas necesitan ayuda en un tiempo concreto y no pueden esperar, ni todas las necesidades pueden ser satisfechas con medios públicos. Y, por último, el mundo voluntario tiene que descubrir situaciones inéditas de exclusión e idear nuevos caminos de inclusión.

Obviamente, en ello ha de colaborar el poder político cumpliendo sus tareas y apoyando las iniciativas voluntarias más fecundas, porque el voluntario suele tener más sensibilidad social que el funcionario. También las empresas han de asumir su responsabilidad social, en la que cuentan todos los afectados por su actividad. Si algunas quieren asociarse con organizaciones solidarias, importa aprovechar esta sensibilidad, propia de una ética, no del desinterés, pero sí del interés generalizable. Pero si el sector político y el económico tienen que hacer sus deberes, el voluntariado cobra su sentido de bregar por la inclusión social, a través de la solidaridad personal y voluntaria. Y ofrece además un bien, vinculado no sólo con la justicia, sino también con lo felicitante. No andamos sobrados de modelos de vida buena, de modelos de vida digna de ser vivida. Uno de ellos, y bien sugerente, es el de trabajar por la inclusión de quienes no parecen tener nada interesante que ofrecer a unos grupos u otros, según las medidas del principio social del intercambio infinito.

Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia y directora de la Fundación ÉTNOR.

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