Víctimas
En algún rincón de este país, un cura atrabiliario afirma que a veces las mujeres víctimas de la violencia de género se la tienen bien ganada por latosas. Mientras se pronuncia esta sabia sentencia, el mundo islámico se declara víctima de la arrogancia y hostilidad del mundo occidental. Por su parte, los radicales islámicos niegan el Holocausto, inventado y magnificado, según dicen, para conferir a Israel el derecho de la víctima a transferir la agresión a terceros sin culpa. En España los nacionalistas periféricos se proclaman víctimas del nacionalismo centralista, víctima a su vez del chantaje electoral y la insolidaridad de aquéllos. Ante el hipotético fin de la violencia de ETA, víctimas del terrorismo temen ser parte de un cambalache y, en consecuencia, dos veces víctimas.
No se trata de juzgar la legitimidad de las razones que sustentan cada queja. No hay dos casos iguales, ni siquiera comparables, y ninguno es tan simple como reza su enunciado. Ciertamente, si alguien ha sufrido un daño, debe buscarse la reparación. Tampoco se trata de enjuiciar la actitud de las víctimas. El victimismo es una postura fácil en la medida en que antepone la culpa ajena, presupone la inocencia de la víctima y la excusa de rendir cuentas, pero aceptar esta lógica nos llevaría a la perversa simpleza del cura misógino. Simplemente, señalo el fenómeno colectivo que llamamos victimismo y constato que en este momento histórico han desaparecido del discurso público, para bien o para mal, la rivalidad, la codicia, las ambiciones personales, el enfrentamiento de las ideologías y las religiones, los conflictos de interés, en suma, los móviles que hasta hace poco servían para interpretar los hechos de los hombres. Lo positivo ha sido reemplazado por lo negativo, la ganancia por la deuda, el derecho por la retribución. Da la impresión de que efectivamente se ha producido el fin de la Historia y ha llegado el momento de hacer balance y pasarnos mutuamente la factura.
Quizá este planteamiento es justo, pero yo no creo que funcione. Rara vez hay marcha atrás, y si de algo nos ha servido el año del Quijote, es para recordarnos que a menudo más vale dejar las cosas como están, y que el desfacer entuertos suele acabar a trompicones.
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