Mando a distancia
En una interesante columna publicada aquí mismo la semana pasada, Pedro Ugarte planteaba el tema de la "responsabilidad remota", uno de esos asuntos -como tantos de los que él nos propone- que dan para mucho pensar. Voy a recoger el hilo de esa propuesta pensativa para trenzarlo de otra manera. De un modo no sé si totalmente discrepante, pero en cualquier caso diferente del suyo.
Pedro empezaba aludiendo a algunos sucesos recientes, como el trágico atropello de Basurto: "Dos niños mueren atropellados por una furgoneta; las asociaciones vecinales no culpan del hecho al conductor, sino a la Diputación foral y al Ayuntamiento", lo que consideraba uno de los "ejemplos acabados de cómo funciona la responsabilidad remota, o abstracta, o de segundo grado, que aspira a liquidar la responsabilidad individual y con ella el concepto democrático de ciudadanía". "En el ámbito privado", seguía el artículo, "se empieza a generalizar ese curioso desplazamiento de la culpa, aunque hay que reconocer que el fenómeno brilla con especial fulgor en el ámbito político".
La realidad es compleja (también lo señalaba Pedro Ugarte), pero en casos como el citado no creo que nos encontremos ante una culpa que se desplaza, sino ante dos culpas, dos tipos de responsabilidad distintos, que conviene determinar y exigir también en dos niveles. Y creo, además, que la salud democrática y el sentido de la práctica ciudadana consisten precisamente en velar porque esa doble vertiente de la responsabilidad se deslinde y se mantenga con toda nitidez y se resuelva por separado. En el caso concreto de Basurto, una cosa es la responsabilidad penal y civil del conductor de la camioneta (y eventualmente de la propia Administración), que deberán determinar los jueces, y otra, muy distinta, la responsabilidad política que corresponde a la Diputación y al Ayuntamiento implicados. Es evidente que lo que la ciudadanía reprocha a esas instituciones no es el haber atropellado a los niños, sino el haber descuidado el paso de peatones donde el atropello se produjo y desatendido las reiteradas llamadas de atención de los vecinos de la zona y desoído sus multiplicadas peticiones de una solución-semáforo. En una palabra, el no haber cumplido con su deber, con la tarea que da sentido al cargo que ocupan.
Creo también que el auténtico desplazamiento de la culpa, el que desvirtúa la democracia y desprecia el papel ciudadano, se produce cuando son las instituciones las que intentan que la responsabilidad política desaparezca en el vacío, o bajo el manto de las otras dos (la penal o la civil), que se (con)funda en ellas, de manera que la respuesta pública quede a lo sumo limitada a la compensación económica por el perjuicio causado que decidan las instancias oportunas. A una indemnización pagadera, por otra parte, con dinero público, es decir, por todos.
Podría multiplicar los ejemplos, pero, por mantenerme en el ámbito de la seguridad vial, citaré el caso del desprendimiento, en diciembre pasado, de una pared en la autopista A-8, que por suerte no produjo víctimas. Recuerdo aquella mañana: acababan de llevar perros al lugar del siniestro porque no se sabía aún si había personas sepultadas bajo la montaña de tierra y un representante de Bidegi, la sociedad pública que gestiona esa injustamente llamada autopista, ya estaba declarando en un medio de comunicación que la pared estaba certificada. Pensé primero lo propio y segundo lo natural, que certificada estaría, pero, obviamente, mal. Más tarde hemos sabido que la culpa del derrumbe la tuvo el hielo. Claro, el hielo, sólo que metido en unas grietas sin detectar porque la pared no se revisaba desde 2002 (al parecer, de acuerdo con un informe que consideraba suficiente inspeccionarla cada siete años).
La responsabilidad del conjunto se desplazó al hielo que, ya se sabe, se funde enseguida, en cuanto sale el sol diario de otras noticias. No hablaré, pues, de responsabilidad remota, sino de control remoto de la responsabilidad política. De ese mando a distancia del que algunos dirigentes se sirven para, cuando toca dar la cara pública, cambiar de canal.
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