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¿Un austracismo moderno?

El proceso político de negociación del Estatut recuerda a uno de esos partidos de fútbol que encantan a los entrenadores y aburren a los espectadores, porque en ellos la táctica en su planteamiento, en el manejo de los tiempos y en el control del desarrollo del juego importan más que su vistosidad e incluso que el resultado mismo. En este sentido, el del Estatut ha sido más un partido para políticos profesionales que juegan a lo suyo (los realineamientos de poder) que una discusión seria sobre la estructuración territorial de España. Sin embargo, y aun con esta salvedad, es obligado preguntarse qué conclusión provisional ofrece el resultado del encuentro. A lo cual, la respuesta desilusionada sería la de que persiste la grave indefinición constitucional de la estructura territorial de España, que seguimos sin modelo normativo de país.

Sé bien que muchos pretenden presentar el Estatut como un paso hacia un modelo federal (o federalizante). Me temo que se trata sólo del voluntarismo de cierta izquierda dispuesta a hacer de la necesidad virtud y, por ello, a adornar la realidad con un velo piadoso. Piadoso no tanto por lo de "federal" (el sistema autonómico siempre ha sido federal en sus contenidos), cuanto por lo de "modelo". Un modelo es un esquema intelectual reductor de la complejidad de la realidad estudiada que permite comprenderla (función epistemológica) y manipularla (aspecto práctico). Pues bien, en la organización territorial española no existe ese tipo ideal, ni explicativo ni orientador. Algo que se comprueba tanto en el proceso político mismo como en los resultados que arroja.

En el primero, se observa una vez más que los elementos básicos del sistema territorial se negocian con uno sólo de sus componentes, y que con él se acuerda el grado máximo de dispersión que admite el modelo; un máximo al que luego se adecuan el resto de integrantes (la carrera de la liebre y las tortugas). No se utiliza para definirlo el pacto colectivo, sino el bilateral, y ello es una de las razones por las que las relaciones intergubernamentales en España operan en forma obligadamente centrífuga.

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La otra razón es la de que cualquier máximo de dispersión negociado es sólo provisional (dada la apertura indefinida del sistema a su modificación), pero a la vez es irreversible. La negociación se realiza en una especie de esquizofrenia mutuamente aceptada: a lo largo de ella, los representantes del centro deslegitiman sus propias posiciones de partida ("queman sus naves" al definirlas políticamente como autoritarismo insoportable), mientras que los representantes de la liebre lo que deslegitiman es el resultado obtenido no bien se logra, al tiempo que mantienen vigente la demanda de su máximo ideal. Este tipo de negociación sólo permite desplazarse en un sentido, en un teórico continuum organizativo, y ese sentido es el centrífugo.

Desde el punto de vista de los resultados hay también una serie de datos que arrojan como conclusión la inexistencia de modelo estable alguno. Se arranca de la asunción acrítica y sin prueba alguna (no hay argumento contrafáctico) de que el autogobierno de las partes es positivo siempre y en todo caso para el conjunto. De ese dogma se transita rápidamente a la bulimia optimista: si algo es bueno, multiplicarlo será mejor aún.

Se ignora el hecho de que todo sistema descentralizado tiene su punto de equilibrio, aquel en que el centro es capaz de cumplir eficientemente su papel esencial de reductor de las complejidades y asimetrías de los componentes. Superado ese punto por un incremento exponencial de la complejidad, el sistema funcionaría mejor suprimiendo el centro mismo (o al revés, con una recentralización), pues el coste de mantener la unidad del sistema es superior al beneficio que deriva de su existencia. Hay razones poderosas para sospechar que en España estamos cerca (¿más allá?) de ese punto y que la complejidad es ya excesiva.La bonanza económica que vivimos y la ayuda que el sistema recibe de su entorno europeo están permitiendo disimular sus disfunciones, que con toda probabilidad se harán evidentes en épocas de vacas flacas presupuestarias.

En términos estrictamente políticos es patente que la complejidad del sistema territorial lo hace irreductible a cualquier tipo de federalismo concebible: dos autonomías con sistemas de partidos nacionalistas dominantes, que no son leales al conjunto, junto a quince que poseen el mismo sistema de partidos que el centro. El federalismo es insuficiente para aquellas dos comunidades (Cataluña y Euskadi), y excesivo para el resto. Dicho de otra forma, la simetría igualitaria de "café para todos" no resuelve los dos problemas realmente significativos existentes, al tiempo que crea otros nuevos.

Es por ello que cualquier intento de adaptar el Senado a esta realidad tan asimétrica esté de antemano condenado al fracaso, se opte por el modelo alemán o el norteamericano: no hay forma de reunir en un mismo órgano representativo realidades políticas tan diversas. Más valdría suprimirlo de una vez. Como valdría más plantearse, sin pasión, si el país puede permitirse diecisiete autonomías diminutas que carecen del tamaño y masa mínimos exigibles para funcionar en Europa como instancias razonables de regionalización del gobierno, o si no convendría empezar a agruparlas en unidades superiores.

Éste es un pensamiento, lo reconozco, implanteable hoy a las actuales élites políticas, quienes están, por el contrario, decididas a codificar para siempre a las diecisiete comunidades. Y es que en estos años se ha generado en éstas un patrimonio institucional y burocrático que garantiza a sus élites políticas unos nichos de actividad muy rentables.

Pero, si no hay modelo, ¿qué es entonces la tan traída y llevada España plural? Pues en el fondo, retórica al margen, no parece ser sino una vaga añoranza de una concreta experiencia histórica, la de la España horizontal o austracista. Es decir, aquella unión en un vértice monárquico común de una serie de reinos y provincias dispares, cada uno con su identidad e instituciones propias, que existió con los Austrias en el siglo XVII. Ahora bien, el riesgo de añorar ese pasado no radica tanto en su calidad intrínseca cuanto en las dificultades de implementar un esquema premoderno en una sociedad que ha cambiado mucho desde entonces. Precisamente por ello se están haciendo necesarias políticas de renacionalización identitaria como las que vivimos, unas políticas que entrañan un elevado coste en términos de libertades ciudadanas. Y, por otro, como descubrió desesperado el conde duque de Olivares cuando los Austrias se peleaban con media Europa, la organización austracista no era precisamente un ejemplo de eficiencia ni de equidad distributiva de las cargas entre los Reinos.

Esperemos que no tengamos que llegar nosotros también a la misma conclusión dentro de pocos años, cuando el exterior nos plantee inaplazables desafíos.

José María Ruiz Soroa es abogado.

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