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Mendicidad como molestia

Joan Subirats

El primer balance de la puesta en práctica de la nueva ordenanza municipal que regula la convivencia en la ciudad nos muestra un panorama de sanciones variado. Parece que las llamadas multas cívicas se han concentrado, en estas dos primeras semanas analizadas, en publicidad y comercio ambulante no autorizado, en el consumo irregular de bebidas alcohólicas y sus naturales efectos en forma de necesidades fisiológicas realizadas en lugares inapropiados. Las llamadas conductas que adoptan forma de mendicidad han requerido hasta ahora la actuación sancionadora de la Guardia Urbana en 60 ocasiones, lo que representa poco más del 4% del total de multas, aunque desconocemos en cuántas ocasiones la actividad de pedir ha sido alterada o se ha hecho circular a los protagonistas. Concentrémonos en este aspecto, que fue precisamente uno de los más polémicos cuando se produjo el debate sobre la nueva ordenanza y que ha despertado las críticas de un buen número de entidades que trabajan con estos colectivos, que cuestionan de nuevo el carácter sancionador de las medidas adoptadas o la casuística del simple traslado a otros emplazamientos de los afectados (véase EL PAÍS del pasado 21 de febrero).

Como bien sabemos, uno de los motivos que más genuinamente impulsaron el despliegue de las políticas sociales en la sociedad industrial y capitalista fue el tratar de acabar con la presencia en las calles de personas cuya única forma de supervivencia era precisamente pedir limosna, vivir de la caridad de sus conciudadanos. Y precisamente, en los últimos años la nueva difusión de prácticas de mendicidad en las ciudades de toda Europa ha sido señalada tanto como expresión de los efectos que generan las grandes transformaciones económicas que se resumen en expresiones como posfordismo o globalización (y que provocan, entre otras cosas, reducción del empleo, precariedad laboral o restricción del gasto social, etcétera), como también una muestra evidente del fracaso de las políticas sociales tradicionales para enfrentarse a los nuevos retos planteados. Grandes expertos en problemas sociales como Robert Castel y Thomas H. Marshall apuntaron hace ya años que la incorporación de las políticas sociales a la agenda de los poderes públicos expresaba una moderna concepción de ciudadanía. A partir de ella, se pretendía acabar con la discrecionalidad graciable de conceder o no la limosna a quien la necesitaba por parte de los ricos benevolentes, elevando así a la categoría de derechos de ciudadanía la procura existencial, los mínimos necesarios para vivir con un mínimo de dignidad. Y de esta manera se evita esa dolorosa interacción, ese cara a cara de mendigo y donante que pone en juego todo tipo de sospechas, juicios de valor, tensiones o pérdidas evidentes de dignidad. Se trataba de pasar de la aleatoriedad de la limosna a un derecho por contrastar y evaluar por parte de los poderes públicos en el momento de conceder o no la prestación social prevista. Hoy la concatenación de factores de desigualdad y los nuevos elementos demográficos se han añadido a la tradicional pobreza para generar nuevos focos de exclusión.

Y así, la mendicidad ha regresado con viejas y nuevas formas. Y volvemos a estar en las mismas. Cada uno tiene que decidir en sus más o menos frecuentes contactos con personas que ejercen variadas formas de mendicidad si acepta la demanda y concede un dinero u otro tipo de ayuda al demandante, o si ignora esa petición en función de muy diversas razones o cautelas. Hay quien observa con atención a la persona para evaluar si merece o no credibilidad, si su necesidad es genuina o fraudulenta. Los hay que no atienden la petición "por principio", entendiendo que son los poderes públicos los que han de atender ese tipo de necesidades y personas. Los hay que recuerdan lo de "dar un pescado" o "enseñar a pescar". Los hay, en fin, que interrogan al mendigo para ir más allá de una impersonal negativa o de una igualmente impersonal caridad. Pero es evidente que a mucha gente la presencia de mendigos molesta. Sea porque afean el entorno comercial, sea porque recuerdan nuestra fragilidad, la inacción de nuestras instituciones, o simplemente porque entorpecen y alteran nuestra ya complicada vida. Pero los matices en este tipo de situaciones son muy significativos, y lo cierto es que la mendicidad o las "conductas asociadas" (usando la expresión del consistorio) han ido individualizándose y diferenciándose. Decía hace años George Orwell que "no existe una diferencia esencial entre la forma de vida de un mendigo y la de muchas gentes respetables. Los mendigos no trabajan, pero entonces, ¿qué es trabajo? Un obrero trabaja blandiendo su pico. Un contable trabaja sumando cifras. Un mendigo trabaja estando en la puerta a todas horas, llueva o haga sol, y cogiendo bronquitis o varices. Es una actividad económica. No muy útil, cierto, pero tampoco menos útil que otros muchos empleos considerados respetables". Desde una perspectiva quizá excesivamente cínica, Orwell nos recuerda que en el acto de pedir y de conceder la limosna se produce un intercambio. Uno recibe dinero, y el otro recibe satisfacción moral, o cualquier otra retribución anímica o compensatoria. Y en esa línea, hay muchas actividades difíciles de encuadrar en un continuum mendicidad-economía informal: vender La Farola, hacer malabares en los semáforos, ofrecer pañuelos de papel, limpiar cristales... La crónica municipal nos habla de personas que "molestaban o dificultaban la utilización del espacio público". Mike Davis ha reseñado y compilado muchas formas de gestión y mobiliario urbano pensadas precisamente para dificultar la presencia de mendigos y de personas sin techo en barrios comerciales o residenciales. Lo cierto es que las señales más visibles, las que más publicitamos, son las que hablan de penalización y de "limpieza social". Seguramente ello es injusto si lo relacionamos con la cantidad de acciones que diariamente realizan los servicios sociales o la propia Guardia Urbana. Pero esa mayor visibilidad de la cara sancionadora puede generarnos problemas, al relacionar lo correcto en materia de marginación social con los aspectos punitivos, alentando actitudes que últimamente proliferan entre los más jóvenes, que despliegan su agresividad con todo tipo de indefensos y desvalidos. Entre el necesario control y la protección que desplegar, conviene insistir en ir modificando la naturaleza de las políticas sociales para ayudar mejor a quienes en la gran mayoría de las ocasiones preferirían formas más dignas de sobrevivir.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.

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