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Columna
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Fracasos sociales

Un ex educador del centro de menores infractores La Biznaga, de Torremolinos, ha denunciado la existencia de abusos y tratos degradantes a internos. Su denuncia ha dado lugar a dos investigaciones. Una, judicial, que la lleva el Juzgado de Instrucción 5 de Torremolinos. Otra, administrativa, a la que hace frente la Junta de Andalucía a través de su Consejería de Justicia. A estas investigaciones se ha sumado una queja de oficio del Defensor del pueblo andaluz ante esta Consejería, reclamando el "total esclarecimiento de los hechos". No son estas investigaciones ni esta queja cuestiones sobre las que se puedan pasar de puntillas. Y, es verdad que en un tiempo en el que ambas investigaciones están en marcha no se puede tomar partido y apostar por la realidad de los hechos denunciados. Eso sí, invitan a pensar que estamos viviendo tiempos en los que con demasiada frecuencia se denuncian situaciones que están reñidas con el Estado de Derecho y la filosofía que lo preside.

Vivimos o, mejor dicho, queremos vivir en una sociedad que intenta que el delincuente, por muy graves que sean sus delitos, se incorpore a la vida diaria. No que se elimine. Una sociedad que quiere que sus fuerzas del orden se empleen con generosidad en la prevención. No en la represión. Una sociedad que trata de conciliar la reparación del daño a la víctima y la recuperación del menor. Una sociedad, en fin, que no quiere saber nada de esa antigua España en la que todo se anteponía a la patria y al orden público.

No obstante, y cada vez más, existen guiños interesados en hacernos llegar el antiguo mensaje. Unas veces es la Justicia, guiándose en lo penal por criterios cambiantes, lo que se compadece mal con el principio de seguridad jurídica. Otras, por aquellos políticos que, con sus declaraciones, atenúan la gravedad de lo ocurrido en Roquetas de Mar, que no fue sino la muerte de una persona en las dependencias de un cuartel de la Guardia Civil; y, en ocasiones ayuntamientos, como el de Marbella, que no piden disculpas ni siquiera por la muerte de una persona en la calle cuando procedían a su detención agentes municipales. Y, ahora, también salen los menores.

El panorama es desolador. No se trata de que se den, o no abusos. Los abusos, los errores y el mal hacer siempre han tenido lugar. La diferencia es que mientras en el antiguo régimen se tapaban por los propios intereses del sistema, basado en el principio único de orden público, en democracia no es así. En el sistema democrático es la autoridad la que está al servicio de la sociedad. En este punto no caben tibiezas. Tan es así que, cuando se originan, sólo puedo pensar que lo que se está pretendiendo es buscar los sentimientos para ganar votos al margen de la razón. En suma, sirviéndose del sistema para minar sus valores. Y puede que sea así, tanto como para que éstas sean algunas de las auténticas razones por las que la Administración de Justicia y la política en general no gozan, cuando debían de hacerlo, del respeto que han de tener entre los ciudadanos. La Justicia, después de todo, es impersonal, sin diferencias de trato, en función de quien la recibe. Ni todo lo que ocurre en los cuarteles y en la calle pude justificarse a priori, por la santidad del lugar y de los agentes. Como tampoco puede aceptarse sin más que la vigilancia y el cumplimiento de la responsabilidad penal de los menores, que es de naturaleza pública, se gestione privadamente.

De ahí que cada vez piense más en lo peligroso que resultan actuaciones que, día a día, puedan poner en entredicho el sistema en el que descansa la sociedad. A través de la crispación, del ojo por ojo o de interesees economicos, se puede producir un rechazo de valores que, desde la reflexión, están abriendo esta sociedad al futuro.

Es necesario, pues, y cuanto antes, que este caso no sea uno más. Que administración de Justicia y Junta hablen y con claridad. Una, decidiendo si han existido, o no, tratos degradantes a menores internos. Otra, controlando, si no revisando, su política en los centros de menores. No se trata, ya, tanto de corregir excesos, sino de generar confianza y fortaleza en un sistema que, por los valores que representa, ni debe ni puede dar muestras de debilidad ni de fracaso en la consecución de los fines sociales que proclama.

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