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Columna
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Santo cielo

A los madrileños no nos ha dolido Madrid hasta que le hemos hecho daño. Esta ciudad no parecía ser nada, nadie, y mientras no sintiese como un cuerpo autónomo, era incapaz de contagiarnos orgullo o culpa, lástima o cariño. Esta meseta ha estado siempre a disposición del recién llegado. Sin entidad ni identidad, Madrid se comportaba como una hostalera servicial e impasible, sin apellidos ni corazón. Los madrileños o cualquiera que quisiera llamarse así sin importar el RH o el DNI, hemos dispuesto de la ciudad sin contemplaciones, en nuestro beneficio y sin considerar que nuestros abusos podían repercutir en alguien más que nosotros mismos.

Madrid se ha ido desfigurando geográficamente durante los últimos años, su hospitalidad indiscriminada ha estado por encima de cualquier consideración estética o histórica. Las ciudades dormitorio del sur han acogido a cientos de miles de habitantes, la inflación urbanística ha repoblado la sierra y aún estamos pendientes de construir más ciudades dentro de Madrid, como Este Valdecarros, que dentro de unos seis años albergará en Villa de Vallecas a tantos habitantes como Burgos.

Las consecuencias de la superpoblación, como la congestión circulatoria, no parecían, sin embargo, estar dañando nada más que los nervios o los embragues de los conductores. Ni siquiera la sequía o la tala de árboles de la M-30 (daños colaterales en la lucha por la fluidez vial) despertaban una fuerte conciencia ciudadana, una consideración por Madrid más allá del beneficio particular. "Yo soy Madrid", era el graffiti tatuado en el subconsciente de todos nosotros, propiciado por la generosidad y la inercia de esta tierra.

Pero, de repente, Madrid ha gemido, súbitamente se ha revelado como un ser con identidad propia al margen de la de sus ciudadanos, como un cuerpo vivo e independiente. La herida que la ha hecho resucitar no se la hemos provocado en el cuerpo, largamente vapuleado, sino en el cielo.

La contaminación atmosférica ha alcanzado un grado crítico, Madrid es la ciudad más contaminada de España y dobla los niveles de dióxido de nitrógeno permitidos por la UE. El 75% de esos residuos proviene de los coches. A esta creciente contaminación gaseosa se suma, además, la acústica, que ahora afecta a 800.000 vecinos más desde el estreno de la nueva terminal de Barajas. Por otro lado, la nube de polvo africano que se posó sobre la capital la semana pasada acabó de envenenar el ambiente.

El cielo es el alma de la ciudad. Huérfana de mar y de proezas arquitectónicas, Madrid condensa su personalidad en el aire. Si esta villa es algo, alguien, al margen de sus ciudadanos y su historia, si posee un distintivo, un carácter único y diferenciador, es por su cielo. Esquivo a las postales y los objetivos de los turistas, el espejo azul se suspende como un encanto discreto y expectante. Los que vivimos aquí desde hace muchos años raramente levantamos la cabeza, sólo quien llega a la ciudad sin urgencia ni Nikon suele reparar en la calma brillante del firmamento.

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Hoy los madrileños, al margen de preocuparnos por nuestra salud, tememos por primera vez estar dañando algo que no somos nosotros mismos, un ente que permanecía anestesiado hasta que lo hemos amenazado. De repente hemos distinguido la ciudad silueteada sobre el lienzo gris de la atmósfera, independiente y única, y nos hemos sentido culpables. Y esta responsabilidad compartida también nos ha unido. Los madrileños, acostumbrados a concebirnos como átomos independientes e individualizados dentro de la metrópoli, por fin hemos tratado con Madrid de ciudadanía a ciudad.

Ahora percibimos más que nunca una conciencia medioambiental, cívica, e incluso moral. La degradación del cielo no es sólo una cuestión de higiene pública, sino espiritual. Reducir el tráfico en el centro, evitar que los taxis circulen recogiendo clientes o proteger las arboledas no sólo cuidaría de los pulmones de los madrileños, sino del alma de la ciudad.

Quizá el Ayuntamiento, en sus campañas de promoción de la Villa y en su futuro canal de televisión digital terrestre, debería publicitar los atardeceres, la luz plateada del medio día o el brillo oceánico de las mañanas frías.

Cerrar las zanjas que nos obligan a mirar al suelo y fomentar que los madrileños vayamos con la cabeza más alta.

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