La otra cara del IVAM
Michael Kimmelman, un conocido crítico de arte de The New York Times, tuvo la magnífica idea de reunir en un libro de 250 páginas las entrevistas mantenidas en los últimos años con una quincena de pintores conocidos mundialmente. Lo más atractivo y original de este libro es el planteamiento mismo de su trabajo. Kimmelman hizo esas entrevistas acompañando a los artistas, uno a uno, al museo que esos pintores eligieran para ver la obra que más les había interesado en su vida, y para hablar de esa obra en concreto -y por tanto de un concepto particular de pintura- delante del cuadro elegido.
Pero hay más. El crítico de arte ofreció a los pintores algo especial: visitar el museo que estos desearan cuando no hubiera otros visitantes, cuando el museo estuviera totalmente vacío de público. Y esto tuvo que hacerse en algunos casos a las dos de la madrugada.
Hay que ver la exposición de Barjola ahora, cuando los torturadores se adueñan del planeta
Incluso un desnudo frontal de Pinazo resulta honesto. Despierta devoción más que deseo
Yo he releído algunas de estas entrevistas de Kimmelman hace muy pocos días, sentado en un banco del IVAM. Me llevé su libro allí ya que no pude llevarme, como hubiera deseado, a un gran pintor español para contemplar juntos una obra determinada y para oír sus comentarios. Quise acometer un proyecto similar al de Kimmelman hace varios años. Lo propuse a este mismo periódico, que lo apoyó, aun sabiendo que no iba a ser barato. Inicié las gestiones. Dediqué horas a convencer a media docena de grandes pintores españoles para que eligieran su museo, su cuadro y el momento del encuentro que más les conviniera. Les conté, por ejemplo, que Kimmelman hizo abrir la National Gallery de Londres a las 12 de la noche para que Lucien Freud se pusiera ante un oleo de Hogarth titulado The Marriage Contract. Incluso les expliqué que uno de los entrevistados, creo que se trataba de Francis Bacon, fue al Victoria and Albert Museum en su Rolls Royce también a altas horas de la madrugada para extasiarse ante un Constable. En fin, quise seducir a los pintores españoles pero solo conseguí ponerlos a la defensiva. El proyecto no prosperó.
Otra vez estuve en París para entrevistar a Eduardo Arroyo. Lo vi en su estudio. Habló y habló sin parar. Fuimos a un Mercado del barrio a comprar queso de cabra, aunque yo prefería un museo para que Arroyo pensara en voz alta. Imposible. Acabamos en un pequeño restaurante comiendo un pot au feau al que se apuntaron la mujer del pintor y el chófer del pintor, un marsellés que también era chófer de Milan Kundera. Lo más interesante del encuentro fue lo que contaba este chófer compartido por los dos artistas, el pintor y el escritor. Kundera se negó siempre a conducir un automóvil del mismo modo que se negó a ser entrevistado. Mejor dicho, solo permitió la autoentrevista, de manera que el periodista se limitaba a copiar textualmente unas preguntas y respuestas escritas por el mismo Kundera, y sin alterar una sola coma.
Y bien, ahora estaba yo en el IVAM pensando en estas cosas y releyendo algunos comentarios de Freud, Bacon y Balthus en torno a sus obras predilectas. Pero ya habían abierto el IVAM y me dispuse a visitar sus exposiciones temporales. Empecé por la que tenía más cerca, la de Barjola, que es estremecedora de arriba abajo en esa sucesión de mataderos, matadores, torturadores, violencia militar y policial, corridas de toros caóticas en plazas gélidas, niños deformes y solos, ensañamiento (¿españamiento?) de perros rabiosos callejeros, una orgía incesante de esperpento y espanto. Barjola sufrió lo suyo, no hay duda, y supo cómo transmitir ese sufrimiento en su pintura. Hay que ver esta exposición precisamente ahora, cuando los torturadores se adueñan del planeta y en Abu Ghraib se ensañan lo indecible, y la soldadesca británica apalea a manifestantes iraquíes menores de edad en un alarde de sadismo patriótico. God's Save the Queen.
De Paco Bascuñán, que nos espera en el piso de arriba, nos llega el compromiso de vanguardia en unos carteles de propaganda tristemente conocidos. Ahí está el encapuchado con sus brazos abiertos que tanto regocijó a los torturadores del Imperio. Y una frase de El Quijote recuerda a los desdichados que llevan al suplicio preguntando si eran, o no, gente forzada. La taza del café rota por la violencia domestica, un cortadito ensangrentado cada mañana, pone los pelos de punta, Aleluya, señores teólogos. Pero luego hay un respiro. Es cuando aparece Pinazo. Tan amable él, tan monos sus niños y sus gatitos. Hay hasta un Borbón todavía imberbe pero ya de uniforme militar (Alfonso XIII), y uno piensa: no pasa nada, la ignominia no existe, es solo un espejismo. Nuestro mundo feliz estuvo poblado de señoras con sombrero, damas sombrías, alguna que otra mirada torva. El hogar del pintor muestra a Pepe e Ignacio cara a cara. Incluso un desnudo frontal resulta honesto. Despierta devoción más que deseo. Todo ello ocurría en torno a 1880. Pero este artista fue el primer eslabón de la modernidad, según dicen.
Con Erró ya aparecen otras cosas. Nos presenta el gran collage del mundo. Nos lleva directamente a Irak y, ante su Dios bendiga Bagdad (3 x 5 metros), tan pronto nos sentimos identificados con el pato Donald de Disney como con el Donald Rumsfeld de Bush. Sí, Bush está aquí, amor de los amores, en esa especie de enorme rompecabezas lleno de matones, pistoleros, puños americanos, osarios a los pies de la Estatua de la Libertad. Y también está Sadam. Semejante jeroglífico exhibicionista es más que un infierno de color gris-cadáver. Es la versión en cómic de El Bosco.
Erró, el gran collage del mundo, se enternece no obstante con las siete cabezas de unos niños clónicos flotando en una nube, saliendo de un montículo celeste como aquel perro de Goya -nos lo recuerdan inmediatamente esas cabezas- que mira un firmamento atravesado aquí de cohetes. La mirada es de impotencia, susto y desconfianza. Hay algo raro y es que no inspiran compasión.
Ya al final, en los cimientos mismos de la muralla, nos sentimos a salvo porque nos recibe el Equipo Crónica con su obra en papel. O tal vez deberíamos decir que recibimos el papel histórico de su obra. Aquellos años difíciles y excitantes antes de la facilidad tediosa de estos tiempos. Hablamos de una obra que se va haciendo a partir de 1965 y deshaciendo lentamente hasta alcanzar 1981. Me interesan los bocetos de esta obra porque cubren una etapa, la inicial, que parece estar de vuelta. ¿No es el señor Rajoy quien aparece al frente de una comisaría franquista? ¿No es el señor Zaplana, aquella silueta que se recorta a sus espaldas? Dan miedo, el miedo es lo que les da importancia.
Cuando salgo del IVAM siento deseos de entrar de nuevo en sus exposiciones, de iniciar el mismo recorrido pero al revés, desde otra perspectiva, aunque dejándome arrastrar por todos sus fantasmas, que son muchos.
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