La herida del tiempo
Mañana soleada de Febrero. Excelente temperatura, de primavera en ciernes. Por la Plaza del Triunfo, una mezcla jovial de sevillanos y extranjeros, mayores, niños, perros, caballos... Cada cual a su aire, cada cual en su gozo de un tiempo mejor. Pues se antoja que es un tiempo feliz, que poco tiene que ver con el clima raro de la política estos días. Como si no ocurriese nada. Como si todo el mundo deseara que pasen los nubarrones artificiales, provocados por una derecha bronca, enemiga de la alegría de la gente.
No sé si algo así pensarían los andaluces retratados por Pierre Verger, fotógrafo y antropólogo francés, en 1935, sólo que entonces con más motivo, con verdadero motivo. Ahí están, en la exposición de la Casa de la Provincia, testigos mudos, pero elocuentes, de un tiempo paradójicamente herido por lo que pasó después, como en aquel drama de Priestley. Era otra primavera luminosa, pero con los malos presagios muy espesos. O por lo menos eso creemos los que sabemos qué ocurrió al año siguiente. Pero es difícil no pensar que algo temían, se temían. (Un año antes, el generalito Sanjurjo dio un aviso terrible).
Que en Córdoba, en La Corredera, las mujeres a su plaza, canasto en el cuadril, y los hombres de boina y mascota negras no charlaran de lo que estaba pasando. Que la vendedora de botijos inmaculados de La Rambla no presintiera que todo se le iba a romper. Pese a que el Teatro Duque de Rivas anunciara a Pompof, el payaso triste de la época, que hacía reír por poco dinero. Aunque menos tenía la gente. Lo delata otro cartel: "La Aurora, casa de comidas económicas". La pobre indumentaria, sí, esto une también a estas fotografías, incluidas las excepciones: ese cofrade de terno oscuro, por Ronda, con su palma de Domingo de Ramos, filigrana de una fe barroca y cómplice de lo que estaba pasando. Como la guapa mantilla, Jueves Santo, rosario y clavel reventón. Pero que no nos engañan. Tampoco el tendido de toros, cuajado de hombres taciturnos. Ni la gitana del Sacromonte, con todos sus atavíos para el mercado del exotismo andaluz. Ni el paisaje bucólico de los molinos del Alcalá de Guadaíra, de una frialdad que ahora estremece.
Más dice, sin hablar, la mujer enlutada que pasa por delante del azulejo de la calle Tetuán, con ese Studebaker que parece escapado de un Hollywood remoto, incomprensible. Y los brazaletes de luto en el antebrazo. Muchos hombres de luto. La mirada perforando el infinito de dos aceituneros de Jaén. Los guardias de asalto, aquí y allá (los que defendieron la República), mezclados con la gente, sin necesidad de poner orden, porque no había ningún desorden. Solo pobreza y miedo.
También llevan miedo, aunque sea de otra clase, los niños seminaristas, pobrecillos, que doblan una esquina de San Telmo, con su sotanita y su celador implacable. Qué distinto en su sonrisa franca ese otro niño, aguador de Almería, sobre un borrico sin trasquilar dos años por lo menos. "Contra la pena de muerte", "Abajo el fascismo", "Gobierno asesino de Lerroux", ya gritan las paredes.
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