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Columna
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Humor amarillo

Lo de humor no viene por el humo -aunque en los tiempos que corren no es raro que los ciudadanos más aciagos le busquen etimologías a caballo entre eso y el horror- ni lo de amarillo por la nicotina, pese a los dedos fumadores, sino por los porrazos y culadas que se ha dado la ley del tabaco o como quiera que se llame la pretensión de regular el comportamiento de los fumadores al menos en determinados espacios no sé si públicos -¿qué es la calle y por qué se puede fumar en ella?- o, como mínimo, compartidos. Sí, esto de legislar el fumeteo se va pareciendo cada vez más a esos programas de la tele japonesa en que los aguerridos concursantes se dejan el testuz en los muros y las joyas de la corona en aviesas vigas mientras arrastran por el cieno, si no su dignidad, sí morros y posaderas. Porque no me negarán que no es de chiste que muchos diputados del partido en el Gobierno hayan votado contra la subida de impuestos del tabaco -bloqueándola- creyendo que votaban el Estatuto valenciano. A lo mejor les confundió que la ciudad del Turia gusta de echar el humo por las fallas y meter ruido en mascletás y otras quemas de pólvora.

Pero no se trata más que del último capítulo, por ahora, de una larga serie de contratiempos. La bienintencionada ley del fumar se topó con una realidad muy cruda. Y no me refiero a los posibles catarros -con las correspondientes bajas por enfermedad- que haya podido causar la obligación de fumar en la calle a falta de poder hacerlo en la oficina o el taller sino a que los auspicios de crear oasis sin humo en la hostelería se han quedado en eso, en humo de borrajas, digo, agua. Frente a la alternativa de no contentar a unos cuantos abstemios de la nicotina, los dueños de bares, cafeterías y restaurantes han preferido quedarse con lo seguro, el fumador, tal vez porque los años de observación detrás de la barra les han dicho que quien más consume es el que fuma, o viceversa. Y, claro, la ministra se ha quedado con un palmo de narices al comprobar que sólo un 10% de los establecimientos de beber se ha quitado del humo. Hombre, un 10% es mucho para según qué cosas -las hipotecas o el vivir: no es lo mismo diñarla a los 90 que a los100- pero para una ley tan flamante, que viene de flama, parece poquísimo.

Lo que tampoco podía sospechar la bienintencionada ministra de nuestra salud es que las tabaqueras combatirían la ley seca (o semi) enredándose en una guerra de precios que busca fidelizar al fumador y facilitar el acceso al humo al débil o renuente (de ahí el contraataque de la subida de impuestos que se le ha ido ahora al garete en las Cortes). La guerra de precios arrastró consigo a los estanqueros tal y como la propia ley ha puesto en pie de guerra a los kioskos que se quejan de no poder vender algo que en el fondo es tan legal como los periódicos y que proporciona a las arcas del Estado el 80% de su valor. No, todavía nadie ha propuesto que haya que fumarse la prensa, pero todo se andará. Aunque lo más pintoresco es que no hay quien le ponga el cascabel al gato, vamos, que no hay quien haga cumplir la ley. La desafiaron primero los frontones -la Revolución Francesa también empezó en uno, el Jeu de Paume- y ahora van los alcaldes de aquí y dicen que no piensan poner a la policía municipal a hacer de policía. Es lo que tiene el horror a reprimir, o sea a obligar a que se cumplan las leyes, que se juega uno el voto del contribuyente multado, es decir, de una posible legión de ellos.

Como todo es contagioso, la insumisión se ha trasladado a Madrid, donde los responsables de la Comunidad quieren redactar una ley más permisiva con los malos humos, aprovechando, dicen, que la ley del tabaco contiene importantes lagunas o tal vez volutas. Pues eso, que estamos partiéndonos el pecho de risa. Tanto los que lo tienen hecho un cromo de hollín como los que lo tienen más limpio que el incienso. Porque el mérito más reseñable que tiene esta ley es la de ser puro -con perdón- humor amarillo. Por no decir negro.

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