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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Trifulcas socialistas

PSOE y PSC son dos realidades políticas difíciles de deslindar. Se podría decir que son dos partidos con una sola naturaleza. Hasta la formación del tripartito catalán, su historia conjunta carecía de graves desencuentros. En última instancia, el partido grande -el PSOE- imponía su razón al pequeño, sin mayores problemas. De un tiempo a esta parte nos hemos ido acostumbrando a las trifulcas, agravadas por el factor humano: algo no funciona en lo personal entre José Luis Rodríguez Zapatero y Pasqual Maragall.

Consideraciones históricas y psicológicas aparte, hay una razón objetiva que explica el delicado momento que pasan las relaciones entre los socialistas catalanes y los del resto de España. Y la manzana de la discordia es CiU. El Gobierno español y el PSC tienen intereses distintos en relación con los nacionalistas conservadores catalanes. Zapatero ha apostado por la carta de Artur Mas, aun a riesgo de agravar los desencuentros con sus hermanos del PSC, porque es su socio ideal mientras no tenga mayoría absoluta.

Esquerra Republicana ha sido un aliado parlamentario fiel -en los hechos, es decir, a la hora de comprometer su voto, poco puede reprocharle el PSOE-, pero imprudente y demasiado ruidoso en sus declaraciones públicas, amplificadas y magnificadas por la oposición. En la coyuntura actual, para el presidente Zapatero la alianza preferencial con CiU es un bálsamo: aporta sensaciones de estabilidad, de centralidad y de gobernabilidad. Para el PSC, en cambio, CiU es el rival electoral natural. La pugna CiU-PSC ha presidido la vida política catalana desde la transición y es la base de cualquier alternancia en Cataluña. Además, el PSC tiene una alianza de gobierno con Esquerra que, a trompicones, sigue en pie, y sólo si los independentistas se decantaran definitivamente por el no al Estatuto estaría justificado romperla antes del final de legislatura.

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La posición de Zapatero es comprensible. Marcar distancias con los independentistas y acercarse a un socio distinguido por su moderación no sólo es un alivio para la imagen del presidente, sino que tiene además la virtud de agrandar la soledad del Partido Popular. Si se ha llegado a esta situación es en buena parte por culpa de la propia Esquerra. Si, en vez de amagar permanentemente con el cambio de mayoría, Esquerra hubiese actuado con lealtad a sus socios del tripartito, hoy no habría este problema.

Pero sería injusto el Ejecutivo de Zapatero si no reconociera a Maragall y al PSC el mérito de haber incorporado a un partido como Esquerra Republicana a la normalidad institucional y contribuido a su conversión en partido de gobierno. En este momento, el problema es que Esquerra no se incorpore al pacto estatutario, lo que supondría el fin del tripartito. Sería difícil de entender para el PSC que desde el PSOE se trabajara para que la coalición se rompiera.

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