Guantes de lana
1
Lunes al sol. Me entretengo pensando en una minucia, en los guantes que dentro de una semana me enfundaré. Y acabo recordando que fue Venus la primera que vio la necesidad de usar "ciertos estuches para sus delicados dedos" y evitar así picarse con las espinas y zarzas de sus jardines. Pienso en jardines lejanos, en el de Sergio Pitol, por ejemplo. Y luego me digo que -mito aparte- en realidad el guante comenzó su andadura como protección en la guerra. Doy por terminada la reflexión y me engaño diciéndome que ésta me ha llevado a grandes cosas. Pereza caribeña. Ya no pensaré más en todo el día.
2
Me veo obligado a pensar cuando me pregunto dónde he guardado la minúscula tarjeta donde alguien anotó la clave de mi billete de regreso. Encontrar esa insignificante tarjeta significa para mí poder volar a Europa y Barcelona sin más problema. Mientras la busco, me acuerdo de Karl Kraus cuando decía: "Considerar que muchas cosas son insignificantes, y que todo significa". ¿Dónde estará esa insignificante tarjeta de la que ahora depende mi vida? Como no encuentro lo que para mí tanto significa, y antes de que cunda el pánico, cambio de obsesión y pienso sin pánico en los muertos y creo constatar que ellos, como el aire, habitan allí donde nosotros no estamos. Luego me siento al borde de la cama y vuelvo a buscar la tarjeta, la busco ahora en el aire mientras pienso en la lucha silenciosa de los muertos en nuestra memoria. No combaten entre ellos. Se desplazan sin ruido los unos a los otros, con una fuerza irresistible que reside en los guantes que llevan. Estar tan concentrado en esos desplazamientos me trae el recuerdo del lugar donde ayer dejé la tarjeta insignificante. Y eso significa que la encuentro y que dentro de poco podré recordar todo esto en mi ciudad natal. Tal vez sea cierto que la tendencia humana a interesarse por minucias conduce a grandes cosas.
3
Creo recordar que fue Jules Renard quien dijo que la nieve sería muy monótona si Dios no hubiera creado los cuervos.
4
No habrá ya para mí nunca un invierno de frío más portentoso que aquel de 1956 en Barcelona. Hasta donde alcanza mi memoria, los días más helados e inolvidables fueron el 2 y 3 de febrero. Desde entonces he venido siempre pensando -por seguir una tradición de personas que creen adivinar la fecha de su muerte- que sucumbiré un 2 o un 3 de febrero. Este año la televisión catalana, con su pelmaza afición a los números redondos y los aniversarios, ha venido a recordármelo con saña al comparar aquel helado febrero de hace 50 años con éste de 2006. Y he terminado acordándome más que nunca de la noche del 2 al 3 de febrero de 1956 cuando, influido por el portentoso frío, pensé, por primera vez en mi vida, en la muerte: una muerte que sospeché que habría de llegarme en forma de anestesia dulce y al mismo tiempo terrible, una desintegración agradable; el frío subiendo a lo largo de mis piernas, entumeciéndome, aniquilándome al llegar a mis guantes de lana.
Desde entonces, cada 2 de febrero me pongo en situación de alerta e ingenuamente me relajo cuando llega la madrugada del 4 y compruebo que no he muerto. En cualquier caso, febrero es mi mes más cruel y el que me lleva a recordar los años de posguerra en que el frío en España llegó a constituir para todos una verdadera obsesión. Siempre me he dicho que en realidad fueron más largos los años del frío que los famosos años del hambre. El frío, por otra parte, está ligado al colegio, a la escuela terrible. Aquellos 2 y 3 de febrero de 1956 -no es preciso decirlo- no fui a clase, caí enfermo, sin duda de frío y miedo. ¿Y quién quería ir a la escuela, con su aula y su cristal roto dejando entrar tal frío que durante meses dimos clase con abrigo, bufanda y guantes de lana que permitían tomar apuntes, apuntarlo todo, siempre y cuando la mano no quedara aterida? Apuntábamos todos muy alto en la vida, pero sólo cuando no estábamos congelados. O sea que en realidad apenas apuntábamos nada. Nada apuntábamos en aquel mundo rancio de patriotismo de campanario en el que, por estar especialmente caldeados, los confesionarios eran muy buscados por almas en pena o en fuga de frío.
5
Me preparo para ir en busca de una frescura de aire superior, en busca de una atmósfera de bajo cero, de puro y prodigioso frío. Habiendo dejado el trópico, voy ahora a dejar también atrás el modesto frío de mi ciudad natal y el fatigante paisanaje (adiós por unos días al Estatut, ley del Tabaco, papeles recuperados, adiós a todo eso) para irme a la rara Bulgaria, donde me espera la nieve hasta las rodillas, posiblemente una helada tan asombrosa como la de 1956. Inauguran en la ciudad de Sofía la biblioteca que llevará el nombre de Sergio Pitol y acude allí el propio escritor, que ya ha comentado que es maravilloso que una biblioteca, a 3.000 kilómetros de tu casa, lleve tu nombre. Es posible que con este comentario haya tenido Pitol en cuenta que en su casa de Xalapa el jardín de la misma (lo compró después de la vivienda) se halla a tres kilómetros de distancia. Felices excentricidades del gran Pitol: su jardín a tres kilómetros y ahora su biblioteca a 3.000. Falta sólo saber a qué distancia piensa instalar el sillón de lectura.
6
Antes de probarme los guantes, soplo en mis manos para calentarlas y pienso que luego soplaré en la sopa para enfriarla. Me maravillo de la cantidad de cosas que puedo hacer antes de irme a Bulgaria a enfundarme unos guantes de lana.
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