¿Quién teme a la globalización?
Este año, según los medios de comunicación, India ha echado en Davos toda la carne en el asador. Ha propiciado una nutrida participación pública y privada en las numerosas mesas redondas y ha proporcionado abundantes datos sobre el clima de negocios y el comportamiento macro reciente del país. Frente el avasallamiento de China, ha usado un eslogan provocador y agresivo -"la democracia que más crece en Oriente"- y ha reconciliado tradición y modernidad ofreciendo comida hindú, happy hours y regalando a los asistentes un I-Pod con música india de ayer y hoy. Era el momento apropiado. El éxito de India y la persistencia del milagro chino son ingredientes imprescindibles para que la economía mundial siga creciendo aún en el caso de que EE UU finalmente lleve a cabo el tantas veces reclamado ajuste de sus desequilibrios.
Un vistazo al actual clima político y social de amplias zonas geográfica más bien tendería a refutar la hipótesis de que una mayor integración de las economías es tan inevitable como la ley de la gravedad. No lo es. Sobre todo porque las expectativas que se crearon en la década de los años noventa -el momento unánimemente identificado como el de lanzamiento de la segunda globalización- han sido ampliamente defraudadas. No es que el mundo haya crecido un poco menos, que no ha sido el caso. Es que no todos los países han mejorado y no todos los segmentos de la sociedad han sentido los efectos del crecimiento y la modernización. O puesto de otra forma, la globalización hoy no se percibe como se prometió: un juego de suma positiva.
Hoy esa idea no es compartida. La percepción es que unos han ganado y que, por el contrario, ha habido otros que han perdido. Puede que estadísticamente esta sensación no sea exactamente correcta, pero la idea de que la globalización reparte asimétricamente los costes y los beneficios es hoy, política y socialmente, imparable. Y en determinados países o sectores, esta realidad se entiende que es injusta. Inaceptable.
Y si no lo creen, miren a América. La del sur, donde verán a nuevos líderes intentando vías nacionalistas al desarrollo al socaire del despojo imperialista de los recursos naturales. O a políticos que sin pudor democrático ya hablan de su capacidad para "directamente con el pueblo" e interpretar mejor que nadie sus "auténticas" necesidades. Pero también a la del norte, y a la frenética actividad de los lobbies para "modular" la competencia que para los "productores" nacionales supone la irrupción de los trabajadores emergentes de India y China. Y ello bien mediante la imposición de cuotas o aranceles, la concesión de subsidios, el bloqueo de reformas o la instrumentación de políticas de demanda tan expansivas y anestesiantes como insostenibles a medio plazo.
Pese al interés mediático en los adalides de la antiglobalización de los países emergentes, tengo para mí que quienes realmente están en posición de revertir la interdependencia son los profesionales del sector servicios de los países desarrollados. En los países ricos estábamos preparados para soportar el ajuste del sector industrial, pero no para digerir que los empleos y los salarios reales de los profesionales de cuello blanco -de los economistas, de los ingenieros, de los médicos, de los periodistas, de los arquitectos o los informáticos- tampoco son seguros. A la vista de lo que ocurre con la política agrícola, dudo mucho que la clase política pueda seguir ignorando que cada día crece el número de sus potenciales votantes que culpan a la competencia y al outsourcing del estancamiento de su nivel de bienestar. Internet permite un modo de producción que hace plausible la amenaza. Y los datos de estancamiento del salario real medio en los países que crecemos (EE UU, España) son contundentes. El racismo y xenofobia de la clase media europea ya descarriló la primera globalización. Y lo hizo con tanta fuerza que en algunos países se llevó por delante la democracia.
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