El gran juego de la ficción
Con los años la pasión de leer -como tal vez otras muchas- se atenúa. O se ha atenuado en mí. Echo a menudo en falta el entusiasmo que me hacía olvidarme de todo, pasar noches enteras en blanco, por no poder soltar un libro. La voracidad sin límites, el goce intenso que proporcionaba la lectura y que se hace cada vez más difícil alcanzar. Los grandes aficionados a la literatura de ficción somos adictos al consumo de historias. Y decía a menudo Carmen Martín Gaite que el buen novelista es el individuo que, si se aposta en un cruce de caminos a narrar un cuento, logra que los transeúntes se detengan a escucharle. Pues bien, yo creo que alrededor de Alberto Manguel -autor de origen argentino que ha escrito hasta fecha muy reciente en inglés- se agolparía un nutrido grupo. Porque Manguel, aunque obtuviera su primer gran éxito en el campo del ensayo, con Una historia de la lectura, y ésta sea su tercera novela publicada en España -las dos primeras, editadas por Alianza fueron Noticias del extranjero y Stevenson bajo las palmeras-, y, por su breve extensión, se trate en realidad de dos nouvelles, es un narrador genuino, que atrapa al lector desde las primeras líneas y lo arrastra sin un punto de respiro hasta el final.
EL AMANTE EXTREMADAMENTE PUNTILLOSO
Alberto Manguel
Bruguera. Barcelona, 2006
112 páginas. 14 euros
Se trata en ambos casos de relatos simples, lineales, sin grandes alardes estilísticos, sin apenas disquisiciones, sin intromisión de otras historias laterales, con poquísimos personajes. Manguel nos quiere contar algo concreto, y lo hace de una forma tan sobria, tan sabia en su parquedad, que, sobre todo en la primera novela, donde narra los últimos días de Stevenson en una isla de los Mares del Sur, el lector tiene la sensación de que no hay nada superfluo, de que todo es esencial y necesario. Y es esa misma parquedad lo que hace que el relato sea tan hondamente conmovedor.
El amante extremadamente puntilloso es una novela más artificiosa, más conceptual, más borgiana. Una soterrada ironía la recorre de principio a fin y le da cierto tono burlesco y lúdico, aunque se trate de un juego inteligente, brillante, y de una farsa en que se plantean de forma indirecta cuestiones esenciales. La idea de la que parte el libro es ya una broma (muy borgiana, claro): se nos cuenta la extraña peripecia existencial de Anatole Vasanpeine, personaje inventado por el autor, pero que se nos vende como histórico y real. Numerosas notas a pie de página, en las que abundan los guiños al lector, documentan los hechos (la principal fuente de información es un tal Jean-Luc Terradillos, autor de un estudio sobre Le cas Vasanpeine), y sin duda son en su mayor parte inventadas, pero también es indudable que otras son auténticas, de modo que contribuyen a diluir los límites entre realidad y ficción y a crear un mundo en el que lo imposible resulta verosímil. Manguel ha llevado la broma, o el juego, hasta el punto de montar una exposición de fotografías hechas supuestamente por Vasanpeine, lo cual me recuerda que Max Aub creó un montón de pinturas que firmó con el nombre del personaje inventado de una de sus mejores novelas.
La acción transcurre a finales del siglo XIX y principios del XX, en una ciudad francesa de provincias -Poitiers-, y Anatole Vasanpeine (del que al comienzo del libro se incluye, para mayor realismo, un retrato fotográfico) es "un chico gris que se convierte en un adolescente gris para luego pasar a ser un joven apagado", pero está dotado de un talento especial -manifiesto ya desde la infancia-, que le hace ver la realidad fragmentada y no en su totalidad. "Había algo profundo, inspirador, que le atraía al reino de los detalles y le alejaba del de las generalidades". Y empieza a fijarse en detalles, sólo en detalles, del cuerpo femenino. En los "Bains-Douches" donde trabaja, entregando las toallas y el jabón desde detrás de una ventanilla, se obsesiona con las manos de los clientes, y luego, un buen día, se anima a entrar detrás de una mujer en la sala de duchas y a espiarla por una grieta del tabique, y el pequeño fragmento que ve y que ni siquiera sabe a qué zona del cuerpo pertenece, le parece "tan perfecta, tan inmaculada en su existencia individual", que desea "guardarla como un pájaro en una jaula o como un diamante en un estuche".
En este punto de la historia apa
rece el personaje que hará posible el deseo de Anatole: un anciano japonés llega a Poitiers, abre una librería de viejo, donde expende también fotografías (en japonés shashin, es decir, imágenes de la verdad), y le enseña el arte del daguerrotipo. Cuando el japonés muere, Vasanpeine se ha convertido ya en un fotógrafo desconocido pero genial, y va sacando sin descanso imágenes a través de las grietas de los tabiques, siempre fragmentadas (una cascada de cabello, un círculo de piel inmaculada, una hilera de redondeados dedos de pie, una grieta entre dos montículos enmarañados, algo que puede ser la caverna de una oreja), de cuerpos de mujeres, de hombres, de soldados que regresan del frente de la Primera Guerra, con sus cicatrices y muñones. "La diferencia entre fotografiar y ver", escribe en su diario el propio Vasanpeine, "es que la acción de la primera persiste por toda la eternidad, mientras que la segunda tiene lugar sólo durante una fracción de tiempo que nunca es suficiente para mis ávidos sentidos". A lo que agrega el narrador: "Lo que hasta aquel momento había sido fuente de un instante de amor (la visión de adorables fragmentos) quedó transformado en un acto erótico en el sentido más verdadero del término". Por las noches Vasanpeine cubre su cama con las fotos y se acuesta sobre ellas, en una experiencia que no resulta nunca, sin embargo, al no ser correspondida, satisfactoria.
Hasta que un día Anatole se enamora. Se enamora perdidamente de una forma esférica que vislumbra desde la mesa de un café. Y este amor, como todos los amores dispares e imposibles (el de King Kong o el del monstruo creado por Frankenstein) es hermoso y conmovedor, es patético, pero sólo despierta incomprensión y miedo en el objeto que lo provoca, un ser humano que podríamos calificar de normal, y desemboca inevitablemente en el desastre. No suelen terminar bien (lo presentimos ya tras observar su retrato al comienzo del libro) los pobres tipos como Vasanpeine, dotados de talentos especiales que nadie entiende, que los hacen distintos y solitarios, seres "aparte", y que les impulsan en ocasiones al dislate de anteponer el arte a la realidad. Pienso que, si se escribieran más relatos como los de Manguel -que poseen, por otra parte, todos los elementos para gustar a la gente joven-, los viejos lectores recuperaríamos con mayor frecuencia esa pasión por la lectura que hemos ido perdiendo con los años y que añoramos tanto.
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