Un fantasma llamado Estado
Lo pudimos leer el pasado miércoles 25 de enero en la portada de este mismo diario: Retrasos judiciales permiten a presos de Al Qaeda salir en libertad a mitad de la condena. No es la primera vez. Hace unos meses, la Justicia española estuvo en un tris de dejar en libertad a un vasco que hace imitaciones del doctor Menguele. Y a la vista de lo que pasa con estos tipos una vez libres, y el entusiasmo que muestran por ellos y sus negocios de cristalería los del PNV, más vale que no salgan. ¡Qué gentecita da aquella comarca!
Seguramente no es sólo una cuestión de ineficacia y desidia. Es probable que intervenga la incomprensible usura presupuestaria, la cual se ceba sobre todo en la Justicia y la Educación, dos ámbitos al parecer innecesarios u ornamentales para los timoneles del Estado. Bien es verdad que un Estado que garantizara la educación de sus gentes y la justicia en los asuntos públicos y privados podría prescindir de los políticos. ¿Para qué iba a necesitarlos? Quizás sea por eso.
"El Supremo no ha podido resolver en cuatro meses el recurso de casación. La media de la Sala Segunda es de ocho meses". Sin duda se debe a la falta de recursos y de personal, pero no podemos afirmarlo con seguridad, porque nadie ha emprendido un estudio serio sobre el lamentable estado de la Justicia y sobre sus posibles remedios. A nadie parece importarle. Desde que el alcalde Pacheco dijera aquello de que "la Justicia en España es un cachondeo" y diera con sus huesos en la cárcel, o poco menos, nada parece haber mejorado en la salud de ese dinosaurio moribundo. Un día, el presidente de un tribunal canario es sospechoso de ayudar a los narcos; otro día es el juez Estivill quien pone la nota muy alto; al siguiente son los espectáculos jurídicos marbellíes con actuación magistral de Los Morancos... Pero para los políticos lo único relevante de la Justicia, lo único importante, lo que debe preocupar al ciudadano, es si el presidente del Supremo comparó el catalán con las sevillanas, o si Jiménez de Parga dijo que los andaluces eran más limpios que los catalanes, o si Fungairiño ha ganado la porra de la oficina. Un cachondeo, no sé, pero un patio de colegio...
Días atrás me encontré con un amigo que había estado trabajando en un enorme centro cultural madrileño. Lo había dejado hacía poco ante el pasmo de sus superiores, los cuales no podían ni concebir que alguien abandonara un sillón tan mullido. Y es que le parecía estar perdiendo el tiempo en aquel lugar. La directora sólo se ocupaba de organizar saraos con la ministra, los jefes ni aparecían; entre sus colegas no estaba bien vista su dedicación al trabajo y rumoreaban que codiciaba la dirección del centro. Había despachos, con el ordenador y la lámpara encendidos todo el día, pero en los que jamás entró nadie.
Su preocupación había sido la de poner orden en los fondos allí depositados. Descubrió que faltaban piezas y, entre ellas, una de considerable valor. Informó del asunto sin el menor éxito. Así que dimitió. Había comprobado que trabajar para la Administración no es, en ocasiones, entrar en el sector de servicios, sino en el de sinecuras, como en los chistes de Forges. Y no todo el mundo aspira a ganarse la vida haciendo crucigramas.
Yo creí que estas cosas ya no pasaban. En la década de los noventa cometí un error similar cuando acepté una responsabilidad burocrática que podía tener cierta gracia. Es la experiencia más chiflada de mi vida. El nuevo edificio, una enorme finca en la zona más cara de Europa y cuya habilitación había costado una fortuna, acababa de cerrarse porque no cumplía ni una sola norma de seguridad. Pero es que ni una. Rehacerlo costó otra fortuna, porque había que sustituir toda la escalera central; sin embargo, aquella chapuza, que yo sepa, no había sido responsabilidad de nadie.
En el viejo edificio, un palacete ochocentista, nada funcionaba. La instalación eléctrica no había sido reparada en los últimos cuarenta años. Saltaban chispas de todos los interruptores. Cuando llovía teníamos que desalojar el salón central por las goteras, las cuales caían sobre cables eléctricos pelados con alegre chisporroteo y fuego de artificio. La biblioteca estaba podrida. Puede parecer surrealista, pero así me la encontré. Hubo que limpiarla con personal especial provisto de mascarillas contra la asfixia.
Remediar aquello era casi imposible, pero por lo menos había que salvar la vida de los trabajadores, los cuales, por cierto, eran todos ilegales, de modo que pedí un dinerito, no recuerdo si llegaba al medio millón de pesetas, para sustituir la instalación eléctrica. Me contestaron que no me daban ni un duro, pero que tenían el gusto de enviarme ordenadores último modelo por valor de cuarenta millones de pesetas. Los ordenadores no se podían enchufar, claro, pero en cambio ocupaban toda la entrada del edificio y había que saltar por encima de ellos, lo que rejuvenecía mucho al personal.
Como mi amigo, aguanté un par de años por lealtad a la persona que me había elegido, y por los trabajadores, que eran ejemplares, modélicos, y a los que siempre recuerdo con nostalgia. Ni el uno ni los otros tenían culpa ninguna de aquel carnaval. Es algo mucho peor: es la ausencia total de responsabilidad en el organismo entero del Estado. La peor herencia del autoritarismo. Ningún alto cargo de la Administración es responsable de nada en absoluto. Es probablemente ignaro y tiene un poder escalofriante, pero nadie le tocará un pelo, porque nada hay más peligroso para un partido que la venganza de un antiguo jefe resentido. Sólo las esposas despechadas pueden provocar mayor descalabro en la política nacional.
Éste es el lado oscuro del Estatuto catalán, su parte de sombra, lo que no se dice. Cuando Maragall declaró que quería más competencias para la Generalitat "porque nosotros lo hacemos mejor", decía algo que quizás sea falso, otro tópico chovinista, pero que todos tenemos por muy verosímil, porque es casi imposible hacerlo peor de como se ha hecho hasta ahora.
Asuntos como la línea del AVE de Madrid a Barcelona, posiblemente la conexión por tierra más estúpida del hemisferio norte, con velocidades del siglo XIX y precios del siglo XXII, es un culebrón hondureño. Nadie, sin embargo, es responsable de semejante barbaridad. La indefensión de los ciudadanos frente a grupos corsarios como Telefónica, Iberia, Renfe, los aeropuertos, las Cajas o la Banca no se da ni en Italia. Todavía hoy miles de vidas dependen de lo que decidan unas comisiones perfectamente arbitrarias y anónimas, cuyos caprichos se conocen al cabo de meses y por sucintos correos que parecen del Zar. Yo acabo de recibir uno alucinante de una comisión universitaria, pero ésta es otra historia.
Así que, una vez cerrado el episodio catalán y a la espera de que se abra el asunto vasco y luego el gallego, hasta que lleguemos al canario y al balear, quizás facilitase las cosas que la Administración, además de soltar lastre en las comunidades autónomas, emprendiera una severa reforma que lleva pendiente desde los Austrias. No estaría mal plantearlo de este modo: hemos entregado algunas prerrogativas políticas y grandes montos dinerarios al Gobierno catalán, pero a cambio vamos a reformar de una vez por todas la Administración española y convertirla en un aparato eficaz al servicio de los ciudadanos, los cuales así aprenderán a valorarla en lugar de temerla o despreciarla.
A lo mejor de ese modo sería menos difícil convencer a la gente que vive en las regiones feudalizadas de que, en efecto, hay en España tal cosa como un Estado, y de que es bueno y conveniente que siga existiendo.
Félix de Azúa es escritor.
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